Tentación y discernimiento

June 1, 2018 | Author: Miguel Castillo Hernandez | Category: Mysticism, Demons, Truth, Christ (Title), Soul
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Tentación y discernimientoIntroducción Estas páginas quieren servir de ayuda para una revisión de vida o para el discernimiento espiritual de los cristianos, ya sea personal o en grupo. Están enfocadas para examinar y discernir lo bueno, los defectos, sobre todo las tentaciones abiertas o sutiles de dos áreas centrales de la vida cristiana: la oración y el apostolado. La oración y el apostolado son centrales en la espiritualidad según el Evangelio. Corresponden a dos expresiones privilegiadas de la experiencia cristiana, que es el amor a Dios y el prójimo. Corresponden igualmente a los dos grandes polos de la vocación del hombre, la contemplación y la acción, que en la espiritualidad cristiana están llamados a encontrar su mejor síntesis. La revisión de vida que aquí se propone parte de las tentaciones más corrientes. Al versar éstas sobre prácticas cristianas de suyo buenas, los demonios de estas tentaciones son habitualmente sutiles, y requieren discernimiento. Por eso los temas centrales de este trabajo van precedidos de una reflexión sobre la naturaleza de la tentación y de la acción del demonio, así como del discernimiento de espíritus según los grandes maestros espirituales. Para terminar hemos agregado una breve reflexión sobre el discernimiento del equilibrio cristiano entre la búsqueda de la felicidad y la renuncia. I. Los demonios del discernimiento «Es propio del mal espíritu tomar la apariencia de un ángel de luz. Comienza por sugerir pensamientos que corresponden a un alma devota, y termina sugiriendo los suyos». «Cuando el que da los Ejercicios percibe que el ejercitante está siendo acosado y tentado bajo apariencia de bien, es el tiempo propicio para explicarle las reglas (de discernimiento de espíritus) de la Segunda Semana. Pues comúnmente el enemigo de nuestra humana naturaleza tienta más bajo apariencia de bien cuando uno se está ejercitando en el camino iluminativo». SAN IGNACIO DE LOYOLA Preámbulo La tentación es condición normal de la vida humana y cristiana. La tentación en sí misma no es inmoral ni implica un mal; es sólo la invitación a alguna forma de mal. El mismo Jesús también conoció la tentación (aunque de modo diverso a nosotros, pues la ocasión de su tentación no estaba en las tendencias de su naturaleza sino puramente en la acción del demonio) lo cual no era incompatible con su absoluta santidad. De ahí que nadie, aun los que han alcanzado los más altos niveles de santidad, está exento de algún modo de tentación. No querer tener tentaciones (o ciertas tentaciones) es una tentación más, de orgullo sutil y de angelismo. 1 La tentación se suele relacionar con el pecado, con la tendencia a oponerse deliberadamente al querer de Dios, que es nuestro verdadero bien y felicidad. Pero en las personas con una espiritualidad seria y estable, la tentación al mal deliberado suele ser, de manera habitual, superada sin grandes dificultades. Estas personas reconocen el mal donde está y usualmente tienen el espíritu suficiente para rechazarlo. La tentación es también la invitación a una vida cristiana mediocre. Esta forma de tentación es propia de las personas que ya tienen una espiritualidad. La mediocridad, la tibieza, el estancamiento, no están necesariamente ligados a tal o cual pecado o a una aceptación deliberada del mal, aunque con el tiempo puedan derivar en eso. Tampoco la tentación a la mediocridad se percibe de manera explícita; es una tentación sutil. A primera vista no parece tentación; parece una situación neutra e incluso buena. Lo que se está haciendo o dejando de hacer, el modo como se hace y las actitudes habituales que se tienen, parecen normales y razonables. Pero de hecho sucede que en tales personas no hay verdadero fervor ni progreso cristiano. La fe, la esperanza, el amor a Dios, la oración, la caridad fraterna y el apostolado están instalados en la mediocridad. A esta forma de demonio se refiere el conocido texto de Apocalipsis (3, 19): «Yo sé lo que vales; no eres ni frío ni caliente, ojalá fueras lo uno o lo otro. Desgraciadamente eres tibio, ni frío ni calientes, y por eso voy a vomitarte de mi boca. Tú piensas: soy rico, tengo de todo, nada me falta. ¿No ves cómo eres un infeliz, un pobre, un ciego, un desnudo que merece compasión? Sigue mi consejo: cómprate de mí oro refinado para hacerte rico, ropas blancas para cubrirte y no presentarte más desnudo para tu vergüenza; por fin, pídeme un colirio que te pongas en los ojos para ver. Yo reprendo y corrijo a los que amo; vamos, anímate y conviértete». La tentación a la mediocridad por lo compleja y sutil, y a menudo inconsciente, requiere ser puesta al descubierto, iluminada e identificada para así poderlo superar. Es decir, requiere ser discernida. A ello corresponde el colirio que Dios ofrece en el texto bíblico, «que te pongas en los ojos para ver». Tentación y discernimiento espiritual en san Ignacio y san Juan de la Cruz La práctica del discernimiento es tan antigua como la espiritualidad cristiana, pues discernir es distinguir entre lo bueno y lo malo, para elegir lo bueno. Es identificar la voluntad de Dios para seguirla. En este sentido el discernimiento es aplicable a cualquier persona creyente, tenga o no una espiritualidad, sea ésta incipiente o profunda. En esta forma general, el discernimiento es a menudo practicado instintivamente, según la luz de la propia conciencia. Hay, sin embargo, una forma más específica de discernimiento, que es particularmente aplicable a nuestro propósito, a las tentaciones sutiles, engañosas, que conducen a la mediocridad. La tradición llama a esta forma «discernimiento de espíritus». Aquí se trata no tanto de distinguir lo 2 explícitamente malo de lo bueno, sino más bien de distinguir el buen espíritu del mal espíritu. Es decir, distinguir lo que es llamada de Dios y lo que es tentación. La diferencia con lo anterior está en que ambos espíritus son fáciles de confundir aun con buena voluntad, pues en las personas espirituales como las tentaciones son sutiles y a primera vista no parecen malas, se podrían tomar como impulso de Dios. El discernimiento de espíritus es mucho más complejo que cualquier otro tipo de discernimiento. Requiere experiencia, doctrina, consejo. Este discernimiento tiene igualmente una larga tradición en la espiritualidad cristiana; se haya presente, en grados diversos, en la enseñanza de todos los grandes místicos y maestros espirituales, a partir de los Padres del desierto. Pero no todos ellos han pretendido analizar el tema de modo sistemático, ni han destacado como maestros en el discernimiento de espíritus. Entre los más conocidos e influyentes (poco de nuevo se ha dicho después de ellos sobre discernimiento espiritual) están san Ignacio de Loyola y san Juan de la Cruz. Nuestra reflexión está inspirada en ellos. Los dos se complementan, pues la modalidad de su misticismo es diferente. El misticismo de Ignacio está orientado al servicio apostólico; su discernimiento quiere llevar a una forma de compromiso, de «elección al servicio de Cristo» en su Iglesia. La elección es esencial en el discernimiento ignaciano y es la clave de sus Ejercicios. El misticismo de Juan de la Cruz, en cambio, está orientado a la comunión con Dios y con el prójimo por la fe, la esperanza y la caridad. Fray Juan es un místico-contemplativo. Su discernimiento no tiende tanto a orientar y confirmar un modo de elección por Cristo, como a purificar y madurar una lección ya tomada. De ahí las diferencias y la complementariedad. Ignacio es más universal. Su doctrina del discernimiento es apta tanto para los que quieren comenzar a seguir a Cristo como para los adelantados en espiritualidad; es principio sus Ejercicios Espirituales son aptos para todos los que quieren reformar su vida. Juan de la Cruz se dirige a los que ya están en camino de perfección cristiana; supone por tanto la primera conversión y elección. De hecho sus escritos están dirigidos a los miembros del Carmelo reformado, aunque su doctrina es universal. En principio, sus obras no son aptas para los que comienzan, menos aún para los que requieren una primera conversión. Con todo, ambos tienen el mismo objetivo: un discernimiento de espíritus que permita al alma acceder a las actitudes y decisiones para una mayor entrega a Dios por amor. Igualmente, ambos presentan el discernimiento como un proceso de iluminación, donde la disponibilidad para amar y servir a Dios se va purificando y confirmando. Por la diversa naturaleza de sus escritos (los Ejercicios de Ignacio son esquemáticos, a modo de subsidios para el director, y los escritos de fray Juan son tratados), el modo de exponer el proceso y la doctrina del discernimiento es diferente. San Ignacio lo propone a modo de 3 reglas en secuencia pedagógica: catorce en la primera semana de los Ejercicios y ocho en la segunda; además de los «tiempos y modos para hacer elección de vida», propios de la segunda semana y que agregan valiosos criterios para discernir la voluntad de Dios. En cambio en san Juan de la Cruz su doctrina del discernimiento no está sintetizada como tal, sino diseminada en sus escritos, conforme va analizando los sutiles defectos y tentaciones de los «espirituales» sobre todo en su tratado de la Noche Obscura. Las «noches» para el santo carmelita corresponden a la iluminación y purificación penosa de los afectos desordenados, lo cual implica un proceso de discernimiento. La «noche» de fray Juan no corresponde a la «desolación» ignaciana, salvo en algún aspecto, como luego veremos. Ambos místicos, en fin, también coinciden en el hecho de que su doctrina sobre discernimiento de espíritus procede básicamente de su propia experiencia personal. En esto san Ignacio es particularmente transparente: sus reglas de discernimiento y momentos de elección corresponden a vivencias personales, históricamente identificables durante las primeras etapas de su vida de convertido. Criterios para discernir la tentación Los criterios para discernir lo que viene de Dios y lo que es tentación son en gran medida coincidentes en ambos místicos, aunque su modo de exponerlos sea diverso. Además, tanto el uno como el otro agregan aportes originales, que se enriquecen y complementan mutuamente. En san Ignacio estos criterios están explícitamente identificados en el libro de los Ejercicios; en san Juan de la Cruz están presentes a través de todos sus escritos de manera más implícita; por ejemplo casi no usa el término «discernimiento». Por de pronto, ambos coinciden en un criterio fundamental: para discernir el buen espíritu del malo (tentación), se requiere como disposición la libertad interior. Una progresiva liberación interior de pecados y faltas deliberadas, de afectos y apegos desordenados, de las pasiones y tendencias que en cada persona suelen obscurecer y condicionar el discernimiento. Esta libertad interior corresponde a la «indiferencia» de Ignacio y a las «nadas» de Juan de la Cruz. La gracia de la libertad interior para poder responder con amor y perseverancia a la elección que Dios pida, es uno de los cimientos de los Ejercicios ignacianos. Introducción, 1: «Llamamos Ejercicios Espirituales a los diversos modos de prepararse el alma para desembarazarse de todo afecto desordenado, y una vez quitados estos, de buscar y encontrar la voluntad de Dios disponiendo nuestra vida para la salvación de nuestra alma». Lo mismo aparece en el «Principio y fundamento», 23. En sus consejos para hacer «una buena y correcta elección de modo de vida» (segunda semana), Ignacio quiere asegurar, igualmente, la libertad interior en los momentos de 4 elección y una santa objetividad e indiferencia. (v. gr. en el segundo punto del «modo de elección» (179) y en las cuatro reglas que siguen (184-187). San Juan de la Cruz sigue otro método en el camino de esta libertad interior: analiza las sutiles y a menudo inconscientes tentaciones y servidumbres del alma que impiden a las personas espirituales una mayor libertad para amar. Al mismo tiempo va proponiendo el modo de comportarse el alma para recibir la iluminación de Dios, y así ir discerniendo y purificando estas sutiles servidumbres. Ahí donde Ignacio pone el acento en la elección al servicio de Dios, fray Juan lo pone en la comunión con Dios. Son las dos dimensiones complementarias de la mística cristiana. Leemos en el primer libro de la Noche Obscura (capítulos 2 a 7), que lo propio de estas imperfecciones y tentaciones es que el espiritual no las percibe como tal; más bien le parece que hace bien. El santo carmelita ve en esto una forma típica de la influencia engañosa del demonio. Así, un secreto orgullo espiritual y complacencia en sus prácticas cristianas; un deseo de tener más y más gustos y experiencias sensibles, o gozarse en ello buscando su propia gratificación o deseando aparecer espirituales ante los demás; o el hecho de decaer en el ánimo y hacerse displicentes cuando no «sienten» fervor; o bien la tendencia a compararse con otros… Para san Juan de la Cruz, el discernimiento y superación de estas tentaciones que amenazan la libertad interior, requiere la acción purificadora o iluminadora de Dios en el alma, las noches del sentido y del espíritu. Los dos místicos coinciden igualmente en otro criterio fundamental: la tentación más sutil y peligrosa en las personas espirituales es la que se da bajo apariencia de bien: de ese modo el demonio engaña y obscurece el discernimiento. Así en la cuarta regla ignaciana (segunda semana de los Ejercicios): «Es una característica del espíritu malo tomar de apariencia de un ángel de luz (…). Después tratará poco a poco de llevar al alma según sus secretos engañosos y malos designios». Y Juan de la Cruz en sus Cautelas (10): «Debe notarse que entre las muchas astucias del demonio para engañar a las personas espirituales, la más común es engañarlas preferentemente bajo la apariencia de bien que bajo la de mal, pues bien sabe que ellos difícilmente escogen un mal conocido como tal» Este hecho subraya la importancia de tener en cuenta otros criterios, más particulares, de discernimiento de espíritus. Entre éstos, el criterio de la «consolación-desolación» ocupa un lugar eminente en la doctrina de san Ignacio. Este criterio está de algún modo presente en casi todas sus «reglas de discernimiento de espíritus», ya sea en la primera o segunda semana. Esencialmente el criterio es el siguiente: lo que viene de Dios causa consolación en el alma; lo que viene del mal espíritu, de la tentación, causa desolación. La consolación es paz, inspiración a lo bueno, intensidad de fe, confianza y amor de Dios. Estos signos de consolación no 5 siempre van acompañados de consuelos sensibles; lo que da consolación no es necesariamente lo que a la persona «le gusta» más: la paz y la inspiración a lo bueno pueden a veces ir acompañadas de aridez y sacrificio interior. La desolación, en cambio, es el estado contrario a la consolación (confusión, ansiedad, tristeza, tibieza…) Igualmente, los signos de desolación pueden a veces ir acompañados de gustos sensibles: tanto la desolación como la consolación son experiencias arraigadas en lo profundo del alma y no en la pura sensibilidad. En este tema san Juan de la Cruz toma un camino diferente, aunque convergente y complementario. Su punto de partida no es el de la consolacióndesolación, en el proceso de discernimiento espiritual, sino el de las «noches», el de las «arideces u pruebas de la noche obscura del alma». Para fray Juan, la noche es esencialmente presencia de la acción de Dios, un proceso en el que el alma debe conservarse, a pesar de todo, fiel y en paz. En este sentido la noche tiene afinidades con la consolación ignaciana y no con la desolación. La noche es una experiencia de profunda purificación del espíritu por sequedades y pruebas. El santo carmelita busca en su doctrina, ayudar al alma a discernir si esta experiencia de la noche está cumpliendo el objetivo santificante que Dios quiere de ella, o si el demonio está aprovechando la aridez para hacer creer a esa persona que está mal porque no «siente» las cosas de Dios, y llevarla por ese camino al desánimo y a la mediocridad. Es decir, discernir si la noche está arraigada en la consolación o va hacia la desolación usando el lenguaje ignaciano. El criterio de Juan de la Cruz para discernir si uno está en la noche que viene de Dios o en la desolación del mal espíritu, es que en la primera se mantiene la elección y fidelidad fundamental a Dios en todos los aspectos de la práctica de la vida cristiana, y en la segunda, en cambio, la fidelidad decae progresivamente. En la noche no hay consuelo sensible, pero sí fidelidad; lo que importa no es lo que se siente, sino lo que se hace. (Introducción, especialmente No. 6, de la Subida del monte Carmelo). Puede suceder también que el mal espíritu se disfrace, en un comienzo, de consolación, para por ahí llevar al alma a la desolación. Tanto Ignacio como fray Juan abordan estos casos con un criterio de discernimiento coincidente: el modo de discernir la verdadera de la falsa consolación es por los frutos, propios o no del espíritu de Dios, que terminan por predominar en el alma. Así san Ignacio en las reglas 3 y 5 de la segunda semana: «El buen ángel y el mal espíritu pueden dar consuelo al alma, aunque con propósito muy diferente. El buen ángel consuela para el progreso del alma, para que avance y se levante a lo más perfecto. El mal espíritu consuela con propósito contrario, para que después pueda arrastrar al alma según sus propias perversas intenciones y maldad (…) Así debilita al alma, o la inquieta, o destruye la paz, quietud y tranquilidad que tenía antes, causando turbación al alma…» Y san Juan de la Cruz en la Subida II, c. II,6: (Las comunicaciones aparentemente devotas que vienen del mal espíritu) «causan en el alma ya sea agitación, sequedad, y vanidad o 6 presunción. Sin embargo, las comunicaciones del demonio no son tan eficaces en hacer daño, como lo son las comunicaciones de Dios en hacer bien. Pues las comunicaciones diabólicas sólo pueden suscitar los primeros movimientos sin capacidad para mover la voluntad (…) Las comunicaciones divinas, en cambio, penetran el alma, mueven la voluntad para amar, y dejan su fruto en ella…» La complementariedad de los dos santos queda una vez más en evidencia en la doctrina del discernimiento en las consolaciones, las desolaciones y las noches. Un último criterio básico en que ambos igualmente coinciden. Debido a la naturaleza engañosa de la tentación y a nuestra falta de libertad interior, el discernimiento personal corre muchas veces el riesgo de errar, aun recurriendo a los criterios tradicionales. Por lo tanto, en un proceso de discernimiento de cierta importancia hay que pedir consejo y comunicarse con personas competentes. Esto, al mismo tiempo, ayuda confirmarse a uno mismo en el camino y decisiones tomadas (para san Ignacio es muy importante la confirmación de la elección discernida y tomada). Dice san Juan de la Cruz: «Es común en el demonio engañar bajo la apariencia de bien (…) Para hacer lo bueno, y estar a salvo en este punto, hay que pedir el consejo apropiado» (Cautela 10). Y san Ignacio: «Cuando el enemigo de la humana naturaleza tienta a un alma justa con sus engaños y seducciones, mucho desea que éstos se reciban y queden en secreto. Pero si uno los manifiesta a un confesor o a alguna otra persona espiritual que entienda sus engaños y malos designios, el demonio se acobarda. Porque sabe que no puede tener éxito en su mal propósito, una vez que su evidente engaño ha sido revelado» (Primera semana, Reglas de discernimiento, 13). Este último criterio es eclesial: significa recurrir a las personas que para nosotros representan la Iglesia en el proceso de discernimiento. Esta misma perspectiva llevará a Ignacio, más adelante, a escribir sus Reglas para sentir con la Iglesia. En suma, para san Ignacio y san Juan de la Cruz el discernimiento de las tentaciones propias de los espirituales equivale a discernir el buen de mal espíritu. Como condición fundamental ambos insisten en la libertad interior ante los apoyos desordenados de la voluntad; la «indiferencia» para el jesuita, la «nada» para el carmelita. Esto supuesto, ambos adoptan el criterio básico de la consolación-desolación como signos del buen y mal espíritu respectivamente, que son estados profundos y permanentes del alma y no transitorios o puramente sensibles. Y para confirmar el discernimiento evitando los peligros del subjetivismo, ambos apelan a la importancia de verificar lo discernido con espirituales idóneos. II. Los demonios del apostolado «Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensen ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más progreso harían a la 7 Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejando aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración… Cierto entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales con ella; porque, de otra manera, todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño». SAN JUAN DE LA CRUZ Preámbulo Una buena práctica profesional requiere competencia científica que la haga eficaz y ciertos valores y actitudes del profesional, que la humanicen y hagan aceptable a los beneficiarios. Un médico debe ser competente: sin ello no puede servir a la salud y su profesión se hace ineficiente; requiere también ciertas cualidades y actitudes de espíritu para tener éxito: debe infundir confianza, hacerse disponible al enfermo, tener tino, guardar las confidencias… Este conjunto de valores conforman lo que se llamaría en lenguaje cristiano «la espiritualidad» de un médico. El apostolado, la «profesión apostólica», exige condiciones análogas: competencia y uso de métodos pertinentes, ciertos contenidos y temas que hay que conocer, un mensaje adecuado que hay que transmitir… Exige igualmente ciertas actitudes, convicciones y valores espirituales de parte del apóstol. Es lo que propiamente constituye la «espiritualidad del apostolado». En este punto, sin embargo, el apostolado, por su misma naturaleza es diverso de cualquier otra profesión o actividad: su espiritualidad es esencial para su eficacia: la actitud del apóstol es condición necesaria para el fruto de su apostolado. Pues un médico muy competente aunque de espíritu y ética mediocres puede tener éxito y sanar pacientes. Pero un apóstol con poco espíritu no suele tener un éxito decisivo y profundo, sino sólo aparente. Decimos no suele, porque puede suceder que Dios en su bondad haga grandes bienes a través de un servidor mediocre. De hecho, el espíritu aquí es más necesario que la habilidad. ¿Por qué es así? Porque básicamente el apostolado es la profesión de Dios hecho hombre, y no es una profesión humana. Su objeto es transmitir el camino, la verdad y la vida de Dios, no la del hombre. Por eso Jesucristo es el único apóstol, y los hombres son apóstoles en la medida que Jesús los llama a ello y les comunica su poder. De ahí que el espíritu y los valores del apóstol le vienen total y únicamente de su relación con Cristo: como su elegido, su enviado, y como su instrumento, a la vez libre y dependiente del poder apostólico de Dios. De ahí nacen todas las 8 actitudes, valores apostolado. y convicciones que configuran la espiritualidad del Estos valores los encontraos en Jesús como en su fuente y modelo, y en los sanos por imitación de Cristo. En los que no son santos todavía, esos valores los hallamos mezclados con incoherencias múltiples, y con tentaciones más o menos aceptadas. Por eso, un modo de conocer el buen espíritu del apostolado es conociendo las incoherencias y tentaciones a que está sometido. El buen espíritu resalta por contraste con el espíritu malo, y una virtud se conoce mejor al conocer los «demonios» con que es tentada. Veamos algunos de los reconocerlos nos sirve la apostolado. A través de contraste, como la sombra «demonios» más usuales del apostolado. Para experiencia, evaluada según el ideal cristiano del las tentaciones, este ideal se nos revelará por revela la luz. El mesianismo El demonio del mesianismo induce al apóstol a constituirse en el centro de toda actividad pastoral en la que él está involucrado. Esta tentación va penetrando sutilmente en su vida, hasta llegar a sentirse indispensable en todo. El mesianismo constituye básicamente, una actitud deficiente con respecto a Dios: yo soy el «piloto» y el Señor es el «copiloto» ayudante. El que cae en esta tentación no deja de tener en cuenta a Dios, de rezarle y de recurrir a él en los problemas, pero para que le ayude en un apostolado que él dirige y planifica. Se trata, al final, de incorporar al Señor a nuestro trabajo, y no de incorporarnos nosotros al trabajo de Dios, que es lo propio del apostolado: Dios el «piloto» yo el «copiloto» ayudante. Se trata, inconscientemente, de sustituir el mesianismo de Cristo, único evangelizador, por nuestro mesianismo personal». Esta actitud ante Dios se proyecta en una actitud igualmente deficiente para con los demás que colaboran con uno. Nos hacemos incapaces de delegar responsabilidades o tareas; no confiamos realmente en la gente, salvo en uno poquísimos, habitualmente réplica fiel de nosotros mismos con los que terminamos rodeándonos permanentemente. Esta tendencia suele ir agudizándose con el transcurso de los años. Hay siempre una relación entre la actitud ante Dios y la actitud ante los demás, y viceversa. Así, la desconfianza en los colaboradores del apostolado refleja una desconfianza en Dios, que es lo que va implícito en el demonio del mesianismo. Pues confiar realmente en Dios supone una confianza prudencial en los demás. Y esta confianza en los demás también implica a Dios, que los ha ido llamando y colocando como compañeros de trabajo. El mesianismo tiene también consecuencias negativas en los resultados externos del apostolado, a lo menos a largo plazo, además de comprometer el fruto profundo de la evangelización. La actitud mesiánica no deja crecer a los demás, pues la expansión y maduración de la obra apostólica no va paralela 9 como debería ser, con la maduración y crecimiento de todos los que la llevan a cabo. Y sucede entonces igualmente que las iniciativas y creaciones del apóstol mesiánico no contribuyen necesariamente a formar a la gente ni a prepararle sucesores. A menudo el apóstol mesiánico se identifica con su obra hasta el punto que cuando él desaparece o se traslada, ésta se acaba: era demasiado personal y no había sustitutos preparados. El verdadero apostolado, que construye el Reino de Dios a partir de la Iglesia ahí donde no está, contribuye siempre a desarrollar la misma Iglesia: sus evangelizadores y comunidades. También se aprende a ser cristiano aprendiendo a evangelizar, y ello no es posible sin realmente asumir responsabilidades. Un apóstol maduro revela, entre otras cosas, que alguien confió en él. El activismo El demonio del activismo no significa ser muy activo o muy trabajador o tener muchas ocupaciones y apostolados variados. Ser activo, apostólico, no es ser «activista» como tentación. El activismo se produce en la medida que aumenta la distancia y la incoherencia entre lo que un apóstol hace y dice, y lo que él es y vive como cristiano. Es verdad que en la condición humana aceptamos como normal la inadecuación entre el «ser» y el «actuar», pero en este caso la inadecuación está agudizada y tiende a crecer y no a disminuir, como sería el ideal del proceso cristiano. El activismo tiene muchas expresiones. Una de ellas es la falta de renovación en la vida personal del apóstol. De modo sistemático, la oración es insuficiente y deficiente. No hay tiempo prolongados de soledad y retiro. No se cultiva el estudio y apenas se lee. Ni siquiera se deja tiempo para descansar lo suficiente y reponerse. Paralelamente, hay sobrecargo de trabajo, de actividades múltiples, y la agenda de compromisos suele estar repleta. El activista da la impresión de que le es necesario un gran volumen de trabajo exterior como estilo de vida. De ahí se crea un círculo vicioso, cuyo origen –excesiva actividad o negligencia en renovarse– no es fácil precisar: el aumento de actividad hace cada vez más difícil tomar las medidas de renovación interior que son las que conducen al crecimiento en el «ser»; por otro lado, la incapacidad (que va en aumento) de renovarse tiende a compensarse y disfrazarse con la entrega a una actividad irrefrenable. En último término, el activismo es la excusa del «escapismo». El activismo también se expresa en una de las distorsiones más radicales del apostolado: poner toda el alma en los medios de acción y de apostolado, en lo que se organiza y se hace, olvidando a Dios, el cual es, al fin de cuentas, por el que se hace, se organiza y se trabaja. El apóstol se transforma en un profesional que multiplica iniciativas, habitualmente buenas y que no se detiene a discernir ni a preguntarle a Dios si son necesarias u oportunas, o si 10 hay que hacerlas en esa hora y de esa manera. Los medios del apostolado han obscurecido el sentido y el fin. Otra expresión del demonio del activismo es no trabajar al ritmo de Dios, sustituyéndolo por el ritmo propio. Ello puede ocurrir ya sea por ir más rápido que Dios o más lento; el activista suele, al menos en un primer momento, pecar por aceleración. Esto nace por la desproporción que siempre existe entre la visión y los proyectos del apóstol, y la realidad de las personas involucradas. Lo normal es que un agente pastoral tenga más visión que su comunidad y que su pueblo, y sepa antes y mejor que ellos a dónde y cómo hay que ir; y la gente no responde al ritmo que uno quisiera, pues su ritmo de crecimiento corresponde al de Dios y no a las previsiones de uno. El ritmo de Dios es constante, pero de lento proceso. Los seres humanos como las plantas y el resto de la creación, no cambian ni crecen a tirones, artificialmente, saltando etapas. Hay que esperar y tener paciencia, sin por eso dejar de educar, cultivar y exigir: hay que ser como Dios, adecuándose a su ritmo y forma de actuar y de transmitir la vida. Pedagógicamente, esta forma de activismo puede ser desastrosa. Al acelerar a las personas y los procesos, no sólo se dificulta la formación de estas personas, sino que también se puede destruir y «quemar» a muchas de ellas; otras se apartarán y será muy difícil recuperarlas. En todo caso, dado el aparente fracaso de su programa, el activista fácilmente cae en la tentación del desaliento, tras experimentar al demonio de la impaciencia apostólica. «Aquí, con esta gente, no se puede hacer nada». Pues la impaciencia y el desaliento son gemelos. Ambos son hijos del orgullo, la autosuficiencia, de olvidar que «ni el que planta ni el que riega es nada, sino Dios que da el incremento» (1 Cor 3, 7). Hacer de la confianza en Dios una farsa La principal característica de este demonio del apostolado es, obviamente, olvidar que la desconfianza en uno mismo acompañada por una total confianza en Dios es la esencia de la espiritualidad de un apóstol. La tentación es poner la confianza en Dios en un segundo lugar, como un recurso de necesidad y para casos graves y de emergencia, olvidando ponerle en los apostolados ordinarios y cotidianos. Al no poner la confianza en Dios con toda la convicción del alma, se está poniendo la confianza en uno aunque nos digamos lo contrario. Cuando se trata de los resultados profundos y teológicos de la evangelización (el Reino de la gracia) y no de resultados psicológicos o de pura influencia humana, no puede haber sino confianza absoluta en uno mismo. En el apostolado no pueden estar las dos confianzas simultáneamente: o se confía realmente en Dios y no en uno, o se confía en uno y no realmente en Dios. Desconfianza o confianza en uno mismo es aquí una cualidad teológica y no psicológica. Es decir, no se trata de ser inseguro, con complejos de inferioridad, de no reconocer dotes y condiciones humanas y de vida cristiana que Dios ciertamente nos ha dado, y seguramente en abundancia. Es deseable en el apóstol la confianza humana y psicológica. La desconfianza de que hablamos está en otro nivel, el de los frutos del Espíritu. Y paradójicamente, una 11 auténtica confianza en el Dios del apostolado comunica al apóstol la confianza psicológica que le pueda faltar ante la evidencia de sus limitaciones humanas. El evangelizador que ha puesto su confianza en sí mismo y no en el Señor, como actitud habitual y profunda (tan profunda que muchas veces él no lo percibe, haciéndose ciego ante su suficiencia), refuerza esta tentación con los éxitos que le dan sus cualidades humanas y su influencia. Pues las actividades apostólicas siguen las leyes de la eficacia humana, que es exitosa en un primer momento, pero que no siempre está ligada a la gracia y a la obra permanente de Dios. Así, hemos conocido evangelizadores inteligentes, preparados y con muchas cualidades, que ejercían gran atracción e influencia. Tal vez por eso mismo, ponían su confianza apostólica en sí mismos más que en Dios. Por unos años brillaron en el apostolado; eran requeridos para retiros y conferencias; suscitaron vocaciones sacerdotales; tuvieron muchos seguidores. En un cierto momento, surgieron algunas contradicciones y fracasos, y casi de la noche a la mañana se apagaron. Entre tanto, muchos de sus jóvenes seguidores con el tiempo se alejaron de la Iglesia; los grupos y comunidades que habían formado no perseveraron y las vocaciones que habían suscitado se iban retirando de los seminarios… ¿Qué sucedió? Dios dejó solo a este apóstol. «Yo no estoy contigo», le dio a entender, revirtiendo su promesa de «estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 20). Le dio gusto, concediéndole los resultados de su suficiencia apostólica. No poner la confianza primeramente en Dios sino en uno mismo tiene una caricatura: recurrir a la confianza en Dios en las ocasiones en que uno no ha hecho lo que debía hacer en la actividad apostólica, se ha comportado irresponsablemente, o no se ha preparado como debía. Esas confianzas oportunistas son una manipulación de la verdadera confianza en Dios. Pues ésta, para que sea auténtica, supone que el apóstol se ha preparado y trabajado como si todo dependiera de él; pero que una vez que ha hecho todo lo que está en su mano, a veces hasta el heroísmo, no se confía en que ha trabajado y preparado, sino en el poder de Dios. No confiar en la fuerza de la verdad Este demonio es una variante de la poca confianza en Dios, pero como tentación tiene caracteres propios. La verdad cristiana, expuesta por Cristo y transmitida por el magisterio de la Iglesia, presenta desafíos doctrinales y morales que hoy van a contra corriente de las ideologías y criterios éticos de las culturas dominantes y secularizadas. Verdades como la vida después de la muerte, la confianza en la providencia amorosa de Dios, el valor positivo del sufrimiento, de la cruz o de la austeridad, la necesidad a veces de creer o aceptar sin entender, así como el valor de la castidad o la virginidad, de la persistencia del matrimonio o de la defensa de la vida aun en casos extremos, no son hoy afirmaciones «populares». Incluso para los creyentes que las aceptan en principio, son piedra de tropiezo cuando les afectan personalmente. 12 En este contexto, el apóstol está expuesto a la tentación de vacilar, de no ofrecer la verdad de Cristo tal cual es (con las necesarias consideraciones pedagógicas de tiempo, oportunidad, etc.) pensando que no va a ser seguida o aceptada, o que es inconveniente… Así, en las diversas formas del apostolado de la palabra, soslaya ciertas verdades o cae en la ambigüedad, confiando más en la prudencia humana, que no hay que confundir con una conveniente pedagogía, que en la fuerza y el poder de atracción de la verdad. Se cae igualmente en esta tentación en la formación de personas, al ofrecer un consejo, una orientación, una esperanza… En vez de las exigencias y la luz del Evangelio, se da a la gente experiencia humana, consejos «razonables», privándoles de la oportunidad de acceder, progresivamente, a la verdad que los hace libres. Confiar en la fuerza del apostolado supone para el apóstol tener la convicción de que la verdad de la fe y de la moral coincide con la humanización del hombre y con sus grandes ideales. Hay que estar convencido de que en la verdad está el auténtico bien de las personas, y por lo tanto su única felicidad verdadera. Predicar problemas y no certezas Este demonio lleva a confundir los distintos niveles y momentos del apostolado de la palabra. Hay momentos y públicos en que lo que se espera es una charla o conferencia, en que es dable plantear cuestiones debatidas, conjeturas, opiniones y problemas de Iglesia. Pero en el nivel de la catequesis, la homilía, la predicación misionera, es necesario siempre transmitir el mensaje cristiano, que es la verdad de Cristo en cualquiera de sus aspectos. La gente espera ahí las certezas de la fe para renovar su vida. No espera ni requiere que les devuelvan sus propios cuestionamientos y preguntas sin responder a ellos, o que les repitan sus conflictos y problemas sin iluminarlos con las certezas de la fe. La esencia de la evangelización es anunciar un mensaje y no problemas, a no ser como punto de partida; es anunciar certezas y no conjeturas u opiniones personales. Varias pueden ser las causas de esta tentación: una la falta de criterio, experiencia, o discernimiento por parte del apóstol. Otra puede ser que ésta tienda a proyectar su estado interior: si vacila en sus convicciones, si su vida cristiana es más un conjunto de problemas y preguntas que de certezas, tenderá a transmitir eso a los demás. El antiguo dicho que dice: «de la abundancia del corazón habla la boca», se aplica en el apostolado al pie de la letra. La comunidad cristiana se edifica básicamente sobre la fe, la esperanza y la caridad de sus miembros. No se edifica sobre las dudas, las confusiones y las problematizaciones compartidas. Reducir la esperanza 13 Este demonio seculariza el anuncio de la esperanza cristiana. La esperanza cristiana se basa en las promesas de Cristo: la resurrección después de la muerte, la vida eterna, la certeza de su amor y su gracia en esta vida, que hacen posible que el hombre sea santo en cualquier circunstancia, que viva con dignidad y que sea capaz de superar el mal moral y la tentación en todas sus formas. Esta es la esperanza que esencialmente promueve el apostolado. La tentación en este caso consiste en transmitir un mensaje de esperanzas humanas en perjuicio de la esperanza cristiana fundamental. El apóstol predica y promueve la confianza respecto a un futuro social o político mejor, a la superación de una enfermedad, de un problema humano o de la pobreza; o también promete el éxito de las liberaciones que hoy buscan los hombres… Pero aunque estas esperanzas humanas sean legítimas y se deba luchar por ellas, no están garantizadas en esta tierra por las promesas de Cristo. No sabemos con certeza si se realizarán; anunciarlas como esperanza cristiana, sería como engañar a la gente, y reducir el Evangelio a un mensaje de liberaciones humanas legítimas, o de optimismo en el porvenir, lo cual no es ajeno al apostolado, pero no tiene la certeza de la esperanza cristiana. Reducir la esperanza es disolver el anuncio de la vocación del hombre a la vida eterna, a la santidad, a la fe y a la caridad como el motor y el valor supremo de las liberaciones humanas. Con ello el apostolado estará tentado de convertirse en inspiración de expectativas humanas y de empeño para un mundo mejor, cosas buenas y que desafían al cristianismo, pero que no deberían reducir lo más propio de él, que es la proclamación de Cristo como la verdadera esperanza del hombre. Perder el sentido de las personas Este demonio convierte al apóstol en un ejecutivo de la pastoral. Algunos cargos y trabajos se prestan a ello más que otros, pero en todo caso el resultado, progresivo y a veces imperceptible, se da de manera semejante. El apóstol se va absorbiendo de tal modo en lo administrativo, lo organizativo, la planificación y la supervisión, que ya no tiene tiempo, y sobre todo espacio psicológico, para dedicarse a las personas por las cuales trabaja, darles el tiempo necesario y estar cercano a ellas. El demonio de la despersonalización del apostolado hace que el apóstol esté tan dedicado a los medios de acción y de servicio, que olvide a las personas a las que sirve y en función de las cuales están las organizaciones y programas que tanto lo absorben. Esta tentación puede tomar otras formas. En efecto, el apóstol que se convierte en ejecutivo pastoral podrá tener la tendencia a dar un valor excesivo a los planes, los programas y las líneas de acción, olvidando igualmente la realidad de las personas que son las que deben llevar todo esto a cabo. Así, se imponen esquemas a la gente, en lugar de adaptar los esquemas y programas a la realidad de las personas, realidad de la que el apóstol ejecutivo se hace progresivamente ajeno. 14 El punto de partida de todo apostolado son las personas, con sus posibilidades y sus límites, y no los esquemas, por muy buenos e ideales que sean. Hacer acepción de personas De este demonio prácticamente nadie escapa. No es fácil tomar conciencia de esta tentación, de modo que aun el apóstol espiritual la sufre, n o tanto a sabiendas sino por ceguera de espíritu. De ahí que la expulsión de este demonio requiere un largo camino de iluminación de las motivaciones apostólicas, que como toda iluminación de motivos suele durar toda la vida. Lo habitual en esta tentación del apostolado (salvo que ésta haya caído a niveles muy bajos) no son las acepciones y discriminaciones de personas motivadas por prejuicios graves: racismo, clasismo, nacionalismo, trato diferente a ricos y pobres, etc. Esos grados de discriminación no suelen encontrarse, a no ser en casos inusuales, en la pastoral de la Iglesia. El demonio de la acepción de personas suele presentarse más sutilmente. Se trata aquí de dar más tiempo, poner más interés y estar más disponible para las personas en general, y para los miembros de la comunidad cristiana que tienen más cualidades humanas, que son más inteligentes, más interesantes o entretenidos, más simpáticos y atractivos… Por el contrario, se deja sutilmente en un segundo lugar a los que son menos dotados, más grises y menos atractivos, menos inteligentes y gratificantes… Esta es la forma más común de acepción de personas en el apostolado, tanto más sutil, profunda y persistente, cuanto que suele ser más o menos inconsciente. En el apostolado, la predilección por los pobres no debe restringirse al nivel sociológico, que es siempre esencial, sino que debe alcanzar igualmente a los «pobres» en cualidades humanas externas, psicológicamente discriminados en atención y acogida. Pues el apostolado no debe guiarse por el solo criterio de la eficacia, que aconseja invertir preferentemente en los más dotados y en los líderes potenciales. Debe igualmente testimoniar el primado de la caridad fraterna, que se revela preferentemente con los menospreciados y los olvidados. El sectarismo El demonio del sectarismo lleva al apóstol a encerrarse en su campo de trabajo, en sus ideas, en su grupo… Así va perdiendo el sentido de pertenencia e integración en una Iglesia más amplia, más rica, en una Iglesia universal, de la cual todo cristiano es solidario en sus éxitos y cruces, en sus problemas y logros, ya sea en su propio país como en todo el mundo. El apóstol sectario se encierra en su visión de las cosas, en los límites de su experiencia, y a través de eso ve y juzga la Iglesia. Su visión ha dejado de ser verdaderamente católica. El sectarismo tiene síntomas personales y grupales. En el nivel personal, uno de los más típicos es el aislarse. El apóstol trabaja solo, sin integrarse a una 15 misión de conjunto. No asiste a reuniones para ese afecto o a encuentros de renovación y capacitación. No le interesa incorporarse a criterios y planes comunes, a instancias de evaluación o revisión, ni busca relacionarse con otros evangelizadores. Como consecuencia, el sectario aísla su trabajo del resto. Hace «su cosa» y tiene «su gente», su propia experiencia y su visión del apostolado. Todo lo que es diferente de su visión y experiencia es cuestionable: ve sólo «peros» y defectos. La misma autoridad pastoral de la Iglesia es ignorada o criticada si no concuerda con la visión y las ideas propiasOtro síntoma de esta tentación es reducirse en el apostolado a un solo tema o poco más, a una línea pastoral marcada. Por ejemplo, grupos de oración, derechos humanos, liturgia, jóvenes… Lo demás carece de interés. Este sectarismo no significa que no haya evangelizadores especializados, pero lo propio del buen especialista es tener al mismo tiempo una visión amplia y de conjunto. Como resultado de esto, el apóstol se hace también sectario respecto a la gente a la que se dirige. Si es monotemático, su feligresía habitual también lo será: hablará siempre al mismo público, que comparte su visión y sus intereses limitados. Eso lleva al peligro de suscitar comunidades tan sectarias como él. El demonio del sectarismo puede ser, por lo tanto, también grupal. No se trata aquí de lo que es normal en el apostolado y en la Iglesia: el hecho de que personas más afines en espiritualidad, en pastoral, o simplemente que pertenecen a una misma generación, formen grupos de trabajo, vida cristiana o amistad. Esto no es sectarismo, aunque todo grupo afín debe saber que podría estar expuesto a esa tentación. El sectarismo grupal consiste en encerrarse en las ideal del grupo o del movimiento teológico, pastoral, espiritual… Los participantes del grupo llegan a pensar que tienen la mejor verdad, o toda la verdad, que su orientación es privilegiada, que no tienen mucho que recibir de otros grupos o movimientos de Iglesia. Este tipo de « sectarismo» los hace marcadamente proselitistas, ignorando el legítimo pluralismo. No se integran con otros movimientos en tareas comunes: suelen tener su propia agenda. La tentación los puede conducir, sutilmente, a hacer de su espiritualidad, pastoral o teología de suyo legítimas, una ideología; un integrismo conservador, progresista o de cualquier otro signo. Encerrarse en su experiencia Este demonio no es sectario, ni tiene su gravedad. La tentación es más benigna y sutil. Consiste básicamente en elevar las experiencias apostólicas personales a la categoría de principio universal. Si tal o cual experiencia ha sido buena, todos los que trabajan en este tipo de apostolado la deberían hacer. Si la experiencia ha sido mala, nadie debería hacerla, y si se está en una posición de autoridad, se procura suprimirla. 16 La tentación está en olvidar que toda experiencia es relativa; que tiene circunstancias propias, personal y evangelizadores propios, tiempo y lugar propios e irrepetibles. Por lo tanto, lo que no resultó en cierto momento, con ciertas personas y en un cierto conjunto de circunstancias, no significa que no pueda resultar con protagonistas y circunstancias diferentes. Con los años, evidentemente esta tentación se agudiza, pues para entonces el apóstol ha tenido un número significativo de experiencias fallidas y frustrantes. Tenderá entonces a instalarse y promover sólo lo que a él le dio resultado, y a desconfiar de otras experiencias e iniciativas. La verdadera sabiduría, en cambio, consiste en no dejarse condicionar ni por los fracasos ni por el acervo positivo de la experiencia pasada, estar dispuesto a intentar otras formas de apostolado y a abrirse a la experiencia de los demás. Esperar del apostolado una carrera gratificante Este demonio del apostolado es muy activo. El apostolado de la Iglesia es bastante organizado y jerarquizado como es lógico que suceda en toda institución humana que tiene una misión que cumplir. Por lo tanto, en la Iglesia hay cargos y tareas de mayor autoridad, o de mayor poder o prestigio que otras. También existen títulos y honores externos: la Iglesia mantiene esto con sabio realismo y consideración a la condición humana. La tentación está en ir identificando el apostolado con una carrera eclesiástica, y su importancia y eficacia profunda con el cargo que se ocupa. El demonio de las gratificaciones terrenas puede tentar de muchas maneras. La manera más tosca se da cuando se une el apostolado a la ganancia de dinero, haciendo de él, no tanto en las convicciones como en la práctica, una profesión lucrativa, seguramente más generosa e idealista que otras. Algo muy diferente de mantenerse con el trabajo apostólico, sin ánimo de lucro, cuando se está dedicado a él a tiempo completo. Cuando esta tentación se agrava, se llega a hacer del apostolado la apariencia de un negocio, que aunque no sea «negocio» en sentido estricto, basta para quitarle credibilidad. Esta tendencia puede llevar a no interesarse sino por las tareas apostólicas remuneradas; se puede perder el sentido de la gratuidad en el servicio y en la evangelización. Una tentación más sutil es esperar reconocimiento y aun elogios de la gente y de la jerarquía de la Iglesia. El que cae en esta tentación llega a necesitar este tipo de gratificación humana para mantener alto el entusiasmo y la moral. Parece que en el apostolado no se buscara el contento de Dios sino de los hombres. Cuando no hay elogios y reconocimientos explícitos, se interpreta como una ingratitud y una falta de aprecio; el apóstol comienza a decaer en su motivación y entrega. De modo semejante, cuando hay críticas de la gente con la que se trabaja o de la jerarquía de la Iglesia, el apóstol se siente rechazado y perseguido. Poco más y dejará su trabajo. Tal vez el demonio más sutil se da en la aspiración de puestos y cargos; en la necesidad de que todo cambio de apostolado signifique igualmente una 17 promoción. Hay una expectativa latente por los «ascensos»; el apóstol marcado por esta tentación, si no se le asciende a tiempo, se resiente y a veces se «quiebra». Este demonio es sutil, se suele disfrazar de «ángel de la luz» (2 Cor 11, 14): disimula la ambición de promociones y puestos con la excusa del apostolado más eficaz, del servicio a la Iglesia, etc… De hecho, se hace de la «carrera» un factor del apostolado y del ascenso una referencia constante, a menudo no del todo consciente. El resultado de esta tentación es la imperfección de las motivaciones: interesa quedar bien y «ganar puntos» y no sólo servir a la Iglesia gratuitamente y seguir a Cristo pobre. La tentación produce también una falta de libertad en el apostolado y una preocupación por la imagen. Se evita todo disenso u oposición legítima con la autoridad, que en momentos pueden ser un deber en el apostolado, no tanto por lealtad, sino por el interés de congraciarse y aparecer incondicional. Perder el gozo del apostolado Este demonio transforma la evangelización en rutina y en deber, cuando debería ser la principal fuente de gozo para el apóstol; la alegría y plenitud interior de colaborar en la venida del Reino de Dios y de trabajar en la viña del Señor, deben ser para el apóstol una experiencia constante. La tentación está ilustrada precisamente en la parábola de los obreros contratados en la viña, que acuden a ella algunos temprana y otros tardíamente (Mt 20, 1 ss.). Los que habían trabajado todo el día se quejan de que su salario sea el mismo que el de los que habían trabajado sólo una hora. Lo que no habían comprendido era que el salario no era importante ni era la verdadera gratificación por su trabajo. Su premio y gratificación era el hecho mismo de haber dedicado todo el día a la viña del Señor, con el gozo y la alegría que eso les había producido. El apóstol así tentado hará de su apostolado un trabajo más, como otros, limitado por el peso del deber y la rutina. Como los obreros que trabajaron todo el día, trabajará bien y con dedicación, pero perderá de vista el sentido último de lo que hace: un trabajo para la eternidad, donde Dios actúa en él para liberar la condición humana y sembrar la vida de fe, esperanza y de amor a Dios y a los demás, que es el Reino de Dios que se anticipa. En ese trabajo, el apóstol encuentra su gozo y el sentido de su vida. Es parte de su alegría comprobar el bien que Dios hace a través de él, y dar gracias a Dios, sin vanidad, porque Cristo lo eligió como su instrumento libre y responsable, para «dar fruto que permanezca» (Jn 15, 16). Pero de otra parte, el apóstol, sin perder la paz y su gratitud gozosa, debe también pedir perdón con humildad, ya que debido a sus fallos personales y falta de santidad, Dios no ha podido hacer a través de él todo el bien que quisiera. Así, muchos no son mejores, ni se convierten y recuperan la esperanza, porque él no es mejor. El gozo y la gratitud por trabajar en la viña del Señor no debe hacernos complacientes. Hay mucho de qué convertirnos y de qué arrepentirnos en el apostolado. Por nuestra falta de santidad, sus frutos, reales por la gracia de Dios, son a menudo mediocres. 18 La instalación El demonio de la instalación, a veces con buenas excusas, corroe en el apóstol el espíritu de superación en todos los aspectos. Suele coincidir aunque no siempre, con el paso de los años y con la llegada a la madurez. El apóstol ha encontrado su pequeño lugar, su ritmo y modo de trabajar, arraigado en sus criterios e ideas. En consciente que el apostolado de la Iglesia ha avanzado, que presenta nuevos desafíos y exigencias, pero no tiene disposición para cambiar y renovarse. A los más jóvenes que trabajan junto a él los deja hacer, pero no se deja cuestionar. Pude que asista a sesiones y cursos de renovación, pero no le influyen. Sólo desea que lo dejen tranquilo, instalado en su pastoral, que por otro parte, suele realizar irreprochablemente: es posible incluso que ocupe altos cargos en la Iglesia. Esta tentación, que va tomando cuerpo lentamente, y que se hace inevitable cuando el apóstol pierde espíritu, suele ir combinada con la instalación en sus propios defectos. Probablemente no se trata de nada realmente grave, pero el dinamismo espiritual está detenido. Bajo un exterior honesto, hay una mediocridad interior. Desalentado, no tiene suficiente esperanza ni confianza en Dios para mejorar, y tácitamente ha pactado con sus defectos y mediocridades que él piensa, falsamente, que no puede o no vale la pena superar. «Yo soy así…» Este demonio induce a pensar que, sobre todo después de cierta edad, hay derecho a buscar compensaciones y a aburguesarse. Y el apóstol termina contentándose con las exigencias mínimas. Carecer de reciedumbre Este demonio debilita al apóstol en algo que es fundamental para ejercer un apostolado de envergadura, abnegado y constante, a pesar de toda suerte de contradicciones: la reciedumbre. Este debilitamiento y carencia toma las formas contrarias a las que caracterizan la reciedumbre apostólica. Afecta en primer lugar a la reciedumbre física, que no por ser la más relativa en el apostolado, depende, por ejemplo, de la salud de las personas, es para menospreciar. Blandura y comodidad en la comida: uno se pone exigente en la calidad y cantidad; en el horario; se apega a ciertos hábitos; uno se hace incapaz de dar un sentido evangélico a comer poco o nada cuando lo requiere el servicio pastoral. Lo mismo sucede con el sueño y el descanso, que el mismo servicio pide a menudo sacrificar. Se convierte en dificultad habitual viajar en medios pobres, a pie, en transporte colectivo. Se busca sistemáticamente lo más rápido y cómodo, con la excusa de la eficacia apostólica, sin discernir, pues la excusa en muchos casos puede ser válida. El cuidado excesivo de la salud, y el adoptar todas las formas de prevención a que recurren los más privilegiados, puede agudizar esta falta de austeridad y reciedumbre. Se podrían agregar otros ejemplos. 19 La tentación afecta igualmente a la reciedumbre psicológica, tanto o más necesaria que la anterior para el verdadero apóstol. En este campo, hay que educarse en un alto grado de resistencia psicológica, lo cual no excluye ser emocionalmente vulnerable como todo ser humano normal. La reciedumbre consiste en asimilar los golpes psicológicos sin desanimarse ni menos quebrarse. Esa debe ser la actitud ante las críticas injustas o parciales, ante las calumnias, las acusaciones… Y por supuesto ante las persecuciones y diversas formas de sufrimiento, que pueden llegar al martirio, a causa del Reino. La aspiración de muchos apóstoles a la última bienaventuranza, «bienaventurados los perseguidos por mi causa y la justicia del Reino», no se improvisa, y es vana si no se prepara y acompaña con la aceptación de las pruebas y crisis psicológicas con reciedumbre evangélica. La tentación puede ser más grave si la prueba de la reciedumbre proviene del interior de la Iglesia. Uno de los sufrimientos peores del apóstol es el de la «contradicción de los buenos», de su comunidad, de sus hermanos y compañeros de trabajo, de autoridades de la Iglesia. En ciertos momentos del apostolado, en muchas ocasiones en que se trata de experimentar o innovar dentro de lo legítimo, el apóstol tendrá que aceptar, con corazón sano y actitud evangélica, estar en minoría, o claramente solo. Necesitará reciedumbre en las tensiones y conflictos en la Iglesia, en las incomprensiones, las sospechas, la falta de confianza y de favor. La reciedumbre apostólica purifica, madura y prepara para el futuro. El demonio de la blandura y la fragilidad mantienen al apóstol en la adolescencia, en una cierta mediocridad rutinaria y le dificulta el mejor servicio de la Iglesia, ahora y en el futuro. La envidia pastoral El demonio de la envidia no es ajeno al apostolado. Se trata de un demonio universal. Obviamente su acción entre los apóstoles no tiene los resultados devastadores que tiene en la política, en el arte o en otras actividades del «mundo»: las envidias en el interior de la Iglesia son mucho menos graves, pero se presentan en forma más sutil. La tentación se expresa habitualmente en forma oblicua. Se expresa con la tendencia a encontrar y señalar, de inmediato, los defectos a todas las iniciativas pastorales y empresas apostólicas que destacan y que se separan de la medianía. Se menosprecia todo apostolado que tiene algo de notable, con comentarios, chistes, etc. También en el cuerpo apostólico de la Iglesia se sufre la tentación de todo cuerpo social: defender la mediocridad abajando todo lo que sobresale, y por lo tanto cuestiona. Esto también se realiza mediante el cinismo ante trabajos, iniciativas, apóstoles que quieren vivir radicalmente su llamada a la evangelización. El cinismo es la expresión más sutil de la envidia; es su mejor disolvente. Ahora bien, en algunos casos el demonio de la envidia apostólica se revela en forma directa, en las formas de rivalidad y de competición latente o aparente. Esta tentación actúa en todos los medios y niveles, corrientemente disimulada 20 por «celo por la verdad», «servicio del Reino», etc., palabras que ocultan a veces envidia por la reputación o el éxito de un compañero de apostolado. Este demonio actúa entre los teólogos, donde no todo conflicto o disputa teológica está inspirada en la búsqueda de la verdad; suele haber cuestiones personales mezcladas. Actúa en los medios pastorales, en todos sus niveles: ¡Cuántas veces apóstoles valiosos, proyectos y experiencias promisorias son marginados, aplazados sin motivo, o ignorados, por cuestiones de rivalidad! El demonio de la envidia pastoral hace aparecer a otros, sus proyectos y actividad, como una amenaza para la influencia apostólica que uno tiene. Si se cae en esa tentación, la relación apostólica queda irremisiblemente dañada. Perder el sentido del humor Este demonio dramatiza y victimiza. En este caso el sentido del humor consiste en ver el lado bueno de las cosas aparentemente negativas; consiste en aprender a relativizar, a mirar «desde fuera» las situaciones que nos afectan. El sentido del humor, por lo mismo, ayuda a la ecuanimidad, a no dramatizar y no tomar las cosas trágicamente. Sentido del humor es no tomarse demasiado en serio, ni los nombramientos, ni los problemas, ni los conflictos pastorales o eclesiales. Es reírse sanamente de uno mismo, de las situaciones y sus protagonistas. El demonio que arranca o adormece el sentido del humor, arrastra progresivamente al apóstol a la crítica sistemática, a la amargura, al complejo de víctima que dramatiza todo lo que le afecta desfavorablemente. El apóstol se da importancia, así como a su trabajo y cargo, que toma excesivamente en serio; la sencillez evangélica desaparece, y con ella el sentido cristiano del humor. El apostolado requiere este sentido. La Iglesia requiere también sentido del humor y desde luego la condición humana; es una cualidad tan humana como cristiana. Es una cualidad que se advierte en los santos, y en los apóstoles y misioneros más atractivos. Tuvo importancia en el apostolado de siempre, y en el de ahora. Efectivamente, en tiempos de particular tensión y conflicto en la vida apostólica y de la Iglesia en general, el sentido del humor se hace muy necesario. Por eso contribuir a su desaparición de la vida eclesial y pastoral constituye una tentación permanente, un demonio. Los cismas, herejías, disidencias, divisiones, conflictos insolubles y falta de diálogo y comunión son actitudes de personas que suelen haber perdido el sentido del humor; que dan gran importancia a sí y a sus ideas. Sin sentido del humor, cualquier contradicción o reprobación o cuestionamiento provenientes de la Iglesia, es un drama, una persecución. Por lo tanto, un apóstol sin sentido del humor es fácilmente vulnerable y quebradizo. 21 En último término, el sentido del humor forma parte de la reciedumbre cristiana, y ciertamente la facilita. III. Los demonios de la oración «El bien que tiene quien se ejercita en oración, hay muchos santos y buenos que lo han escrito… De lo que yo tengo experiencia puedo decir, y es que, por males que haga quien lo ha comenzado, no la deje, pues es el medio por donde puede tornarse a remediar, y sin ella será muy más dificultoso; y no le tiente el demonio por la manera que a mí… Quien no la ha comenzado, por amor del Señor le ruego yo no carezca de tanto bien… A poco ganar irá entendiendo el camino para el cielo; y si persevera, espero yo en la misericordia de Dios, que nadie le tomó por amigo que no se lo pagase; que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama; y si vos aún no le amáis… viendo lo mucho que os va en tener su amistad y lo mucho que os ama, pasáis por esta pena de estar mucho con quien es tan diferente de vos ». «Terribles son los ardides y mañas del demonio para que las almas no se conozcan ni entiendan sus caminos… Mirad que en pocas moradas de este castillo dejan de combatir los demonios…» SANTA TERESA DE JESÚS Preámbulo Al decir de los espirituales, la oración es uno de los campos privilegiados de la tentación; los «demonios» de la oración son tan variados como persistentes. Y ello es bastante lógico. Siendo la oración uno de los alimentos esenciales de la vida cristiana y apostólica, y de una vida auténticamente humana, su debilitamiento o extinción compromete todos los aspectos de esta vida. Al ceder a los «demonios» de la oración, si el cristiano es fervoroso quedará mediocre; si es apostólico se tornará en activista vacío; si era santo dejará de serlo, y en todo caso dejará de influir en la extensión del Reino de Dios. Para el demonio, separar a un hombre de la oración es encaminarlo a la separación de Dios; separar a un apóstol es hacerlo estéril; separar a un santo de la oración es destruir a un multiplicador de la gracia de Dios. Por eso, las tentaciones de la oración, tanto en los que comienzan como en los aprovechados y en los místicos, son las más persistentes. Disfrazadas de aparentes buenas razones, actúa en unos y otros diferentemente, usando los «ardides y mañas» propios del grado y forma de oración de las personas. Los «demonios de la oración» son extremadamente variados. No motivarse suficientemente 22 Este demonio pretende mantener al orante, con respecto a los motivos que tiene para orar, sólo en la superficie. Cuando los motivos que tenemos para orar son periféricos, la oración se hace débil y ocasional, incapaz de renovarse, pues para renovar la oración y darle un nuevo impulso, es necesario renovar sus motivaciones fundamentales: toda conversión o reconversión a la oración implica recuperar la fuerza de estas motivaciones, que están basadas en la fe. Los motivos insuficientes de la oración son los de naturaleza psicológica. Hay demasiados orantes que cayeron en esta tentación: oran llevados por necesidades psicológicas, no por la fe. Las necesidades que psicológicamente nos llevan a la oración no han de ser menospreciadas y pueden ser una valiosa ayuda, pero son insuficientes: sentir devoción, tener ánimo y fervor, pasar por momentos difíciles que inducen a recurrir a Dios, así como la necesidad de obtener algo… La insuficiencia estriba en que al cambiar el humor psicológico, la oración deja de estar motivada, y se abandona, a la espera de que los sentimientos regresen. Si no se siente fervor o devoción, sino se «necesita» a Dios para algo, si el valor de la oración no es «sentido», no hay interés y motivo para rezar. En eso está la tentación. Este demonio se supera sólo si la oración se motiva en la palabra de Dios y en realidades de fe, y no en necesidades psicológicas. Oramos por convicciones, y no por lo que «sentimos». No oramos en primer lugar para tranquilizarnos, conseguir algo, o encontrar consuelo, sino para revestirnos de Cristo y participar de su vida. Con todo, la motivación suprema, la piedra fundamental, la que la hace sólida y persistente ante cualquier tentación del demonio, es la convicción del amor que Dios nos tiene, que en la oración se ofrece como don de amistad liberadora. Si una persona no está persuadida de esta verdad de fe, sus motivos quedarán periféricos e insuficientes para llevarlo a perseverar en la oración, en los tiempos en que las atracciones de la psicología y de la sensibilidad se hayan desvanecido. Despersonalizar la oración Este demonio consiste en hacer de la oración una experiencia, religiosa ciertamente, pero impersonal. Esta tentación afecta a muchos orantes. Se ora a una «divinidad», a un «ser supremo», a algo religioso y poderoso, a veces se ora «al aire» por si acaso. Pero la oración cristiana es esencialmente una relación personal, el encuentro de dos personas, uno y Dios, la absoluta miseria y la absoluta misericordia, que por la gracia de Dios se unen en amistad. En la oración nos ponemos en contacto con una Persona, no con un poder o principio religioso. Este demonio presenta una tentación muy concreta: el orante descuida ponerse a rezar, tomar conciencia explícita de la presencia de la persona de Dios en su alma. Por eso no se adentra en la oración, no hace contacto profundo con Dios; la experiencia de Dios no se realiza. El antiguo consejo de los espirituales es muy sabio: al orar, hay que comenzar por ponerse en 23 presencia de Dios, aunque ello lleve tiempo. Pues ese tiempo empleado es ya oración. Una variante de esta tentación es hacer de la oración una experiencia religiosa centrada en uno mismo. Dios como persona queda prácticamente ignorado. No dialogamos con él sino con nosotros; nos escuchamos a nosotros, nuestros planes, propósitos buenos, necesidades, nuestras faltas y pecados, y no escuchamos a Dios. Esta tentación empobrece la oración; lo que en ella nos enriquece no es nuestra pobre realidad personal, sino salir de uno para concentrarse en Dios que nos quiere llenar de su plenitud sin hacer mucha cuestión de nuestras miserias. Secularizar la oración Este demonio tienta de varias maneras, que tienen un factor común: perder confianza en la eficacia e influencia de la oración en la historia concreta y en la vida ordinaria. Esa es precisamente la tentación de la secularización. Se piensa que el hombre ya conoce y maneja las leyes de la naturaleza, de las ciencias, así como de la historia (economía, demografía, política) y de la mente humana (psicología), hasta el punto de que todo está más o menos previsto científicamente y no hay ya cabida para ningún tipo de intervención contingente de Dios. En esta perspectiva, el creyente parece pensar que Dios puso en marcha un mundo entregado a las ciencias humanas, en el cual él ya no actúa. Así, la oración, particularmente la oración de petición (por la salud de alguien, por la lluvia, por la paz) carecería de sentido práctico. Si se pide por algo, es sólo en situaciones de emergencia, cuando las posibilidades humanas y científicas están agotadas. Curiosamente, el orante secularizado suele pedir milagros aunque por otra parte desconfía del poder de la oración en la vida cotidiana. En cambio, la experiencia de la oración cristiana auténtica es que Dios está en todo, actúa en todo, y dirige todo, lo extraordinario y lo ordinario: «Hasta nuestros cabellos están contados, y no cae un pájaro sin que lo quiera el Padre celestial». Pero actúa cotidianamente a través de las leyes que él mismo creó de la naturaleza, las ciencias y la historia, sin violentarlas. Sólo Dios puede hacer eso, como creador y sustentador del mundo, Señor de todo sin quitar su autonomía a nada. La experiencia cristiana se sitúa entre la extrema secularización, y la tentación contraria: un Dios que actúa de ordinario «directamente» sobreponiéndose y manipulando las leyes del mundo y del hombre establecidas por él. El demonio de la secularización de la oración termina por colocar la oración bajo la luz de la sospecha. Tienta diciendo que para influir en los acontecimientos, hay que actuar, simplemente. Luchar, comprometerse. La oración aliena de las responsabilidades y tareas históricas. Es un refugio. La tentación, una vez más, es presentar a Dios como un factor más en la marcha del mundo, entre otros factores, y en competición con ellos. La tentación es confusión y distorsión de Dios. Dios no es un factor importante en la marcha del mundo, ni es competidor de nada ni de nadie. Dios está a otro nivel, el de la creación y la providencia. Es el «medio divino», transcendente, de la marcha 24 de la historia y de las leyes científicas. Todo el mundo visible está sometido a ellas; al mismo tiempo todo es querido y permitido por Dios. La oración es siempre eficaz e influyente en la contingente, porque se integra en el nivel de Dios. Y será siempre vano, con nuestros esquemas y referencias humanas, entender la naturaleza y modo de su eficacia. Pues sería como entender a Dios mismo. No entregarse profundamente Este demonio engaña porque lleva al orante a una oración habitualmente tibia y a medias. Eso significa que el encuentro que el orante tiene con Dios en la oración no es profundo. Un encuentro entre dos personas no es profundo cuando la entrega mutua, o de uno de ellos, no es profunda. La entrega de Dios al orante es siempre total; pero puede fallar la entrega del orante a Dios. En la oración tibia y a medias, el demonio impide la profundidad del encuentro manteniendo la entrega a Dios del orante en la superficie. Ello puede suceder en varias maneras y grados. Sucede cuando no «entra» de lleno en la oración, no corta con las preocupaciones, las imágenes, las distracciones que trae de afuera; está con un pie en la oración y con otro fuera. Al terminar el período de oración, se ha rezado y no se ha rezado, porque la calidad de la oración ha sido pobre. De alguna manera, cada vez que uno ora hay que optar por la oración. En ocasiones, orar requiere hacerse una cierta violencia: por su naturaleza, la oración está en un nivel diferente a nuestro modo habitual de actuar y de relacionarnos. Este es al modo de los sentidos y de la actividad exterior; en la oración se «rompe» con ese modo, para pasar al de la fe, la esperanza y la caridad. Por eso, la oración requiere una cierta ruptura con nuestras tendencias según la «carne», y a su vez una opción de entrega en la fe. Esta entrega se debilita también por la tentación de realizarla sólo en la superficie de nuestra experiencia religiosa, de nuestra relación con Dios. Uno se entrega en el nivel de los afectos, de los sentimientos de la sensibilidad, lo cual es bueno y necesario, pero insuficiente si excluye lo más profundo de la entrega del orante a Dios: la entrega de la libertad. Entregarse profundamente a la oración consiste en entregar el fondo de la vida a Dios. El fondo de la vida, el punto en que decidimos entre el egoísmo y la caridad, el pecado y la gracia, la mediocridad y la santidad, es la libertad de la voluntad. Son las determinaciones de nuestro ser, que no radican en los sentimientos sino en la voluntad. Entregarse a la oración equivale a entregarse a Dios, entregándole lo único que realmente le podemos entregar, nuestra voluntad libre. No interesarse en progresar Este demonio termina por convertir la oración en un deber rutinario y no en una vida que crece. 25 Es un consenso de todos los espirituales cristianos que la oración entraña un dinamismo que la lleva a progresar hasta identificarse con la libertad y el amor de Dios. Los maestros del espíritu nos han entregado, su experiencia y por su enseñanza, las líneas gruesas del itinerario de la oración cristiana, que comienza con la reflexión y la meditación, se va simplificando y prescindiendo del método y la meditación, hasta penetrar en los diversos grados de la contemplación. El orante tentado por este demonio cumple con la oración más o menos de cualquier manera, sin interesarse en que progrese en calidad. La oración se estanca en las primeras etapas indefinidamente. El orante crece en muchos otros aspectos de su vida, pero en la oración permanece un principiante. A menudo él no lo sabe, ni le preocupa. Su oración es un deber, un medio para mantenerse, salga como salga. El peligro de esta actitud puede ser mortal, pues lo que se hace por deber sin suficiente amor, termina por no hacerse. La oración cristiana es de tal naturaleza, que si no se hace vida que crece, y en cambio se mantiene estancada, termina por extinguirse. No alimentar la fe Este demonio consiste en pensar que se puede disociar la oración de la vida de fe, del estado de la fe del orante. La verdad, por una parte, es que sin fe no puede surgir la oración, ya que los motivos que llevan al hombre a orar provienen de la fe. Por eso el creyente ora, el no creyente no ora. Por eso también, aunque la fe y la oración no sean la misma cosa, están profundamente relacionadas: a tal estado de fe corresponde habitualmente tal estado de oración, y viceversa. La oración es una de las pocas actividades del hombre que éste hace sólo por fe. Por otra parte, la fe, que es un don de Dios, requiere de nuestra parte ser cultivada y alimentada, no sólo para mantener su vigor, sino simplemente para que no se vaya apagando. Pues el don de la fe no está garantizado: se puede perder por nuestra negligencia. A la pregunta de cómo se fortalece y alimenta la fe, debemos responder con san Pablo que la fe nos viene básicamente por la palabra de Dios (Rom 10, 14). En suma, la oración cristiana es inseparable de la palabra de Dios, y en su raíz y substancia se alimenta de ella: la Palabra vivifica la fe y la oración, simultáneamente. Esta convicción está presente, desde el inicio, en la tradición espiritual de la Iglesia: los espirituales siempre basaron el vigor de su oración en un asiduo contacto con la palabra de Dios, fundamentalmente la Biblia. Es conocimiento común en los orantes que en los tiempos de dificultad para orar, el recurso a la Palabra hacer surgir la oración. Conclusión: para mantener la vida de oración como tal, y para que ésta progrese, es absolutamente necesario un contacto muy asiduo con la palabra de Dios, leída, o escuchada, y siempre interiorizada. La tentación consiste, precisamente, no tanto en abandonar directamente la oración, sino en 26 menospreciar el recurso a la Palabra y hacerse discípulo de ella. El resultado final será el mismo: una fe mortecina y una oración anémica. Descuidar la humanidad de Cristo Este demonio, bajo el pretexto de una oración que debe hacerse cada vez más elevada y desapegada de las mediaciones o ayudas sensibles, sugiere al orante que debe dejar atrás la memoria y la relación con la humanidad de Jesús de Nazaret. El orante debe hacerse contemplativo, llegar a la experiencia puramente espiritual y amorosa de la Trinidad; en esta experiencia la humanidad de Cristo está ya de más y puede ser un estorbo. Esta tentación contraría el sentir de la Iglesia y de los grandes místicos. Como experiencia de hecho, ninguno de ellos, por muy alta que fuera su contemplación, descuidó la referencia constante a la humanidad de Jesús, a los relatos evangélicos de su vida, a su pasión y muerte. También como una experiencia de hecho, la historia nos muestra que las formas de decadencia o de desviación espiritual coinciden con las diversas formas de falso «misticismo», que menosprecian la relación con el Jesús histórico y como consecuencia con la mediación de la Iglesia. En cambio, también nos muestra la historia que los grandes movimientos de reforma de la vida cristiana se han apoyado en la recuperación de la humanidad de Cristo y de su imitación según los Evangelios, por ejemplo, los Padres del desierto, san Bernardo, san Francisco de Asís, san Ignacio, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús, etc… Como tradición doctrinal, los grandes maestros del espíritu nos recuerdan continuamente que tenemos acceso al misterio de Dios únicamente a través de la humanidad de Jesús. En ella la Trinidad se nos hace accesible. También nos recuerdan que la oración cristiana nos incorpora a la oración de Cristo, en su humanidad. Y, en fin, que Jesús de Nazaret no es una mediación entre otras, de la cual en algún momento podríamos dispensarnos, sino que es el «lugar de la experiencia de Dios» para nosotros. Análogamente se podría decir lo mismo de la Iglesia. Esta tentación conduce a muchas distorsiones de la vida cristiana: Un falso misticismo que desencarna la oración y la práctica espiritual, separándolas de la vida; se disuelve lentamente toda referencia a la imitación de Cristo; se convierte la oración en una ilusión, imposible ya de verificar por la práctica cristiana. En suma, este demonio nos lleva a olvidar la encarnación de Dios, y que a partir de ella la oración y todos los aspectos de la vida cristiana deben arraigarse en esta encarnación, que se nos ofrece a todos, cualquiera sea su nivel espiritual y místico en la humanidad de Cristo. Él es el único camino y modelo de toda experiencia de Dios auténtica. Poner la cantidad sobre la calidad Este demonio suele engañar incluso a los espirituales. Es obvio constatar que la oración requiere cantidad y calidad. 27 Cantidad: hay que dedicar tiempo, momentos exclusivos a la oración, y la cantidad de tiempo dedicado es un buen índice de vida de oración. Calidad: se refiere a la profundidad y genuina experiencia de Dios de la oración. Tiene que ver con el amor y la confianza en Dios que se pone en ella: con la entrega de la libertad y de la vida del orante. Ahora bien, la oración vale y progresa no tanto por el aumento de su cantidad, como por el crecimiento de su calidad. Más vale menos cantidad de tiempo de oración, pero de buena calidad, que multiplicar los tiempos de oración con una calidad mediocre, superficial, apresurada, como quien cumple una tarea. La tentación consiste en confundir el progreso verdadero de la oración con la acumulación de la cantidad, descuidando lo más esencial de la calidad, con lo cual la vida cristiana tampoco progresa lo debido. Esto explica, en muchos casos, que personas que rezan y multiplican las prácticas de oración y piedad, no cambien mucho en la vida práctica, y mantengan fallos graves; harían bien en acumular menos oraciones (en algunos casos esta multiplicación de prácticas constituye una especie de ritualismo), y poner más dedicación a que los momentos de oración que tengan, pocos o muchos, signifique una profunda experiencia de Dios. ¿Cómo se verifica que la oración va adquiriendo calidad? Cuando va impregnando la vida tiende a prolongarse más allá de los tiempos de oración. Eso se llama crecer en «espíritu de oración». Ahora bien, la meta de la oración cristiana no está tanto en los tiempos de oración, sino en el espíritu de oración, la vida de oración. Y a ésta no se accede multiplicando momentos de oración, sin más, sino por la calidad que ponemos en ellos. Descuidar los tiempos fuertes Este demonio, una vez más, degrada la oración por la vía de su debilitamiento y no de su supresión inmediata. La tentación proviene de una manera de valorar el espíritu de oración, que tiende a desvalorizar los momentos de oración. El resultado será que a corto plazo ya no habrá espíritu de oración, pues éste requiere un esqueleto, una estructura de tiempos, con calidad, dedicados exclusivamente a la oración. La tentación afecta igualmente al modo de entender estos tiempos exclusivos de oración que se conciben y se realizan como momentos de oración muy breves y espaciados; prácticamente se excluyen tiempos de oración densos y suficientemente prolongados. Esta vida de oración es sumamente precaria; toda vida de oración consistente implica dedicar a la oración, periódicamente, tiempos «fuertes» profundos y por lo tanto suficientemente prolongados. Es como querer alimentarse bien comiendo tan tolo una galleta o una fruta de vez en cuando, descuidando injerir una comida más fuerte a lo menos una vez al día. Una persona que se nutre así se va debilitando y se hace anémica. 28 De modo parecido, carecer de tiempos fuertes de oración, lleva a las personas a una forma de anemia espiritual y también apostólica donde ya no son capaces de progresar ni de superar las crisis y tentaciones propias de la vida. Podemos decir que cada persona está llamada a un tiempo mínimo de oración, y si está habitual y sistemáticamente bajo este mínimo, a la larga la anemia cristiana será inevitable. Separar oración y coherencia de vida Este demonio, al separar la práctica de la oración de la práctica de la fidelidad en la vida diaria, le quita a la oración una de sus características esencialmente cristiana. Introduce en la espiritualidad un dualismo sutil e inaceptable. Convierte la oración en un rito aislado, sin relación con la fidelidad al Evangelio que el orante tenía previamente, y sin influjo para mejorar esta fidelidad en el futuro. Es esencial en la oración cristiana su relación con la coherencia de vida del orante, antes y después de los tiempos de oración. Antes, porque las condiciones para una oración de calidad no se dan tanto en la preparación inmediata, lo cual no carece de importancia, sino por la fidelidad con que se ha buscado la voluntad de Dios anteriormente. En la oración, en su ser más profundo, uno encuentra lo que ha buscado. Si no se ha buscado a Dios, no se le encontrará en la oración; si uno se ha buscado a sí mismo, se encontrará con uno mismo en la oración; si uno ha ido detrás de «ídolos», en la oración persistirá la presencia de esos ídolos. La entrega en la oración prolonga la entrega a Cristo en la vida. Es una ilusión querer sustituir esta entrega a Dios en la vida, que es lo que más eficazmente prepara a la oración y que supone el hábito de la abnegación y la renuncia, con una preparación inmediata, con técnicas y métodos de concentración. Esto último es válido supuesta la coherencia de vida. Se puede decir que uno reza como ha vivido. Por otra parte también es verdad a la inversa, que uno vive como reza. Es decir, la auténtica oración cristiana necesariamente influye en una mayor fidelidad en la vida. No es posible profundizar en la oración la entrega del ser, de la voluntad y de la libertad de Dios, sin que esta entrega se proyecte en la vida, haciéndola progresivamente más coherente con la voluntad de Dios. La tentación de separar oración y vida amenaza a ambos con la mediocridad, y a la espiritualidad con serias incoherencias. Separar la oración del bien de los otros Este es el demonio del orante individualista, del que confunde oración personal con oración individualista. La oración cristiana nunca es individualista: está arraigada en las necesidades del mundo, de los demás, del reino de Cristo. El cristiano nunca ora sólo para sí, para su bien y satisfacción, lo cual siempre se da en todo caso; ora igualmente como representante de sus hermanos y 29 hermanas, sobre todo de los que no rezan y más lo necesitan; ora en solidaridad con la condición de los hombres. Esto es más imperativo tratándose de personas por las que el orante es de alguna forma responsable: sus «prójimos» concretos. Por lo tanto, la oración tiene siempre una dimensión de solidaridad apostólica. Esta tentación introduce en el orante una nueva forma de dualismo: tiende a separar su oración del servicio y del apostolado, lo cual es una manera más de separarla de la vida. La naturaleza apostólica de la oración cristiana significa, de una parte, que la oración libera el corazón para la caridad y el servicio apostólico e identifica con los sentimientos de Cristo apóstol. De otra parte, significa que la oración, que nos incorpora a la oración de Jesús que permanentemente intercede por los hombres, tiene eficacia intercesora en beneficio de nuestros prójimos y del avance del reino de Dios en la humanidad. No orar porque se es indigno Este demonio es de los más habituales. En el momento oportuno tienta a personas del más diverso nivel espiritual, pero más menudo a los «principiantes». Lo que da pie a la tentación es el evidente contraste existencial entre la amistad de Dios que significa la oración y el hecho de la infidelidad, los pecados, la miseria humana del orante. Este no se siente digno de compartir esa amistad en la oración. Si uno anda mal, la oración parece una hipocresía, y además un gesto inútil. No tiene sentido practicarla mientras se es indigno de ella, por el hecho de esta llevando una especie de doble vida. La tentación es sutilmente engañosa, bajo una apariencia razonable: hacerse más fiel y coherente antes de reanudar la oración. Parece autenticidad, pero no lo es. Es una distorsión de la oración misma, que no es sólo para los buenos y «dignos», sino para todo creyente, por muy mediocre que sea; que no es una experiencia de nuestra aptitud moral, sino que lo es del amor gratuito y de la misericordia salvadora de Dios. Lo que es peor, es una distorsión de la imagen o idea de Dios, que no es un Dios que pone condiciones para amar, que por el contrario, es un Dios que encuentra su alegría en amar y sanar la miseria humana. La tentación es grave global. Implica desesperanza y falta de confianza en Dios, lo que aleja de él progresivamente. La tentación es mortal: lleva a dejar la oración, que es precisamente lo único que, a corto plazo, puede sanar las indignidades y conducir a una vida más coherente. Cortar con la oración, sistemáticamente y bajo cualquier pretexto, significa irse poniendo fuera del alcance del amor y de la gracia liberadora de Jesús. La paradoja cristiana está en que cuanto mayor es la conciencia de la propia indignidad, mayor debería ser el deseo y el recurso a la oración. 30 El desánimo Este demonio seduce al abandono de la oración por la vía del desánimo ante dificultades con que tropieza la oración. La ironía está, además, en que estas dificultades son habitualmente normales en la oración. La tentación es un perfeccionismo trasladado a la vida de oración. Se piensa que la oración será más perfecta si sus condiciones son más perfectas y si tenemos de ella una «experiencia de perfección» a lo humano. Como esta experiencia no es posible en la condición terrena, el demonio induce a dejar lo que es bueno a pesar de todo, por lo hipotéticamente mejor. Hay quien se desanima porque las distracciones superan en tiempo a los momentos de concentración en Dios, olvidando que las distracciones no sólo son normales, sino que aumentan en muchos períodos de la vida de oración por causa de cansancio, aridez, etc… Lo mismo habría que recordarles a aquellos que se desaniman porque sus preocupaciones absorbentes no los abandonan en los momentos de oración. Hay quien se desanima por la aridez y el aburrimiento que siente en la oración, y no se animan recordando el valor de maduración en la fe que conlleva una oración así, y el alto mérito que implica el persistir en ella movidos por el amor de Dios y no por el gusto que podría acarrear la oración. Y hay muchos que se desaniman por la precariedad o falta de condiciones externas para su oración: malestar físico, excesivo calor o frío, lugar poco adecuado para orar, ruidos exteriores, interrupciones, y sobre todo, a menudo no poder orar en los momentos del día en que se quisiera. Si surge la tentación de abandonar la oración con el pretexto de esperar a encontrar condiciones mejores, lo cual no siempre está en nuestra mano la respuesta a este demonio es siempre la misma: persistir determinadamente en la oración, cualquiera sean sus condiciones concretas, interiores o exteriores, sin desanimarse nunca. La oración resfriada, aburrida, en un cuarto ruidoso, a deshora, con sueño, es siempre buena oración si la realizamos con buena voluntad, y sobre todo con humildad. Pues el orante que se desanima por las dificultades y deficiencias experimentadas en la oración, es que está falta de humildad. En ese caso, las tentaciones se tornan un peligro. Medir la eficacia por la experiencia Este demonio, una vez más, reduce al desánimo. Tienta de maneras muy diversas. Su factor común está en persuadir que el valor real de la oración se basa en la experiencia que el orante tiene de ella, más que en la eficacia de la acción de Dios durante esa oración, que es una acción y una eficacia que escapa a la experiencia. En un primer caso, la experiencia nos dice que a pesar de la oración que practicamos constantemente, no hay mayor cambio en ciertos defectos exteriores. El orante no logra superar rasgos de su temperamento, su impaciencia, su impulsividad, algunos hábitos muy arraigados. La tentación lo 31 induce a creer que su oración no vale, que es una pérdida de tiempo. En un segundo caso, tenemos la experiencia de que cosas que pedimos en la oración, no se nos otorgan: que se arregle una situación familiar, superar un malestar físico, que se convierta un amigo, el éxito de un programa apostólico… Entonces el orante se pregunta para qué seguir rezando: parece que las cosas marchan igual se rece o no se rece. En un tercer caso, tenemos la experiencia de nuestra incompetencia como orantes. La oración que hacemos nos deja habitualmente insatisfechos: nos hemos distraído, no hemos logrado profundizar, etc. A veces nos parece que siempre somos principiantes, torpes e inadecuados, que no hemos aprendido realmente a orar. Nos preguntamos si vale la pena seguir. En todos los casos la respuesta liberadora es básicamente la misma: la eficacia real de la oración no se mide por lo que nosotros experimentamos cuando oramos, o por los resultados que vemos; la eficacia viene por lo que Dios hace en nosotros, profundamente, en el fondo del alma; en la raíz de nuestra libertad y de nuestra fe, esperanza y caridad, en los momentos que dedicamos –incompetentemente– a la oración. Por su naturaleza, esta acción de Dios no la podemos experimentar midiendo resultados psicológicos o prácticos. El trabajo de Dios en el orante es más profundo y decisivo que todo eso. Con relación al primer caso, debemos afirmar que es una tentación, un engaño, pensar que en la oración uno no cambia para mejor. Ciertamente que sí. Pero el cambio es ante todo radical. Es decir, aumenta la fe, la esperanza, la caridad, y va disminuyendo el egoísmo; la libertad se reorienta cada vez más al cumplimiento de la voluntad de Cristo. En una palabra, la oración nos va revistiendo de Cristo. Todo esto, lentamente, va repercutiendo en ciertos defectos exteriores y de carácter, que se van purificando. Pero eso llevará tiempo, y el orante no debe ser impaciente, pues lo propio de la oración es transformar desde la raíz y no tanto comenzar por las ramas. Más aún, hay ciertos defectos exteriores y psicológicos que tardan mucho en desaparecer, y que a menudo no desaparecen completamente. Dios no tiene prisa en eliminarlos, a fin de ayudar al orante a vivir en la humildad y en la desconfianza de sí. En último término, al Señor no le interesan tanto los perfeccionamientos externos, como la identificación interior con Cristo. Y en esto la oración es siempre eficaz. Con relación al segundo caso, habría que decir algo análogo. Los resultados profundos de la oración no los podemos comprobar. Dios sí nos concede lo que le pedimos si ello es bueno para uno o para los demás, pero en sus términos y lapsos del tiempo, y no en los nuestros. Dios siempre responde, pero habitualmente no nos hace milagros, ni nos concede todo, pues no siempre pedimos el mejor bien para uno o los demás; a veces pedimos una cosa y nos da otra mejor y nosotros no lo advertimos. En todo caso, no suele respondernos inmediatamente. Una vez más los resultados de la oración están condicionados por aquello que es esencial: que todo contribuye a revestirnos de Cristo. En el tercer caso, el «orante incompetente» ha de saber que lo él piensa de su oración y la mediocre experiencia que tiene de ella, no afecta a la acción 32 liberadora de Dios en el centro de su alma, que escapa a toda verificación psicológica. El «orante incompetente» debe perseverar con humildad, sin «medir» su oración, confiando en la eficacia de Dios que actúa en él. No poner la sensibilidad en su lugar Este demonio distorsiona el lugar de la sensibilidad en la oración de modos diferentes, que amenazan su progreso en todo caso. La tentación se presenta sobre todo de dos formas. La primera es sobrevalorar la sensibilidad. En este caso se piensa que la oración va bien cuando se siente afecto, devoción, consuelo sensible, etc. y que la oración va mal cuando no está lo anterior, y por el contrario, se experimenta sequedad, obscuridad y aburrimiento. De ahí la tendencia a apegarse a lo sensible, hasta tal punto que se tiende a abandonar la oración si ésta no nos ofrece gratificación a los sentimientos. Se está dispuesto a acompañar a Cristo en su esplendor del monte Tabor, pero no en su aridez y agonía del huerto de Getsemaní. Esta tentación olvida que la esencia de la oración consiste en la experiencia de la fe, esperanza y caridad, virtudes que no se sienten ni necesariamente repercuten en el afecto sensible. La fe, la esperanza y el amor operan igualmente en la consolación y en la aridez, y una condición no es mejor que la otra. Por eso apegarse a la sensibilidad y desanimarse en la aridez no tiene sentido; tanto más cuanto que no está en nuestra mano tener o no sensibilidad o aridez. Al sobrevalorar lo sensible descuidamos lo que es fundamental: la motivación de la fe y la entrega profunda del amor confiado. La segunda tentación es por el contrario despreciar la sensibilidad y no hacer ningún uso de ella. Es pensar que porque la sensibilidad es secundaria, y ofrece el peligro de apegarse a ella, es nociva. Pero no es así. La sensibilidad, aunque no sea un elemento permanente en la oración, tiene su lugar: despreciarla es tentación de angelismo, pues cuando oramos lo hacemos como hombres dotados de emociones y afectos. Por lo tanto, si éstos afloran en la oración, hay que apoyarse en ellos en nuestro trato de amistad con Jesús, no para quedarse en el gusto y consolación, sino para reforzar la entrega de sí en la fe, esperanza y caridad. Más aún, no se debe olvidar que ciertos temperamentos, y todas las personas en algunos períodos, podemos hacer buen uso del afecto sensible. En definitiva, hay que hacerse libre con respecto a la sensibilidad; ni apegarse a ella ni rechazarla. En último término, su presencia en la oración depende de la pedagogía de Dios: a veces la concede, para alentarnos y ayudar nuestra fragilidad; a veces la quita, para ayudarnos a madurar la oración y purificar y acrecentar la fe, la esperanza y el amor a Dios. Buscar la calidad de la oración donde no está 33 Este demonio nos engaña en cuanto al valor real de nuestra oración. Responde mal a la pregunta que a veces se hace el orante: ¿Va bien mi oración? ¿Estoy progresando? La tentación está en buscar la respuesta a esta inquietud evaluando la oración en sí misma. Esto consiste en mirar la oración que se ha hecho, y clasificarla según los efectos experimentados en ella: gozo, paz, consolación, ideas nuevas, etc. Pero la mejor tradición mística nos dice que nada de esto es decisivo para evaluar la calidad de la oración. El criterio fundamental del valor de la oración cristiana no está en la presencia o en la ausencia de esos u otros efectos sentidos. Por la sencilla razón de que la esencia de la oración está en la actuación de la gracia en el alma a través de la fe, la esperanza y el amor. Y esto no se puede verificar por efectos o experiencias basadas en la psicología humana. La oración no es verificable en sí misma. ¿Cuál sería entonces la respuesta? ¿Hay algún criterio aproximado que nos permita asegurar, también aproximadamente la calidad y progreso de la oración? La respuesta de los grandes místicos es unánime: la calidad de la oración se verifica fuera de la oración misma; se verifica en la vida, en la fidelidad a Dios en ella. Si en la vida cotidiana hay deseo y esfuerzo persistente de imitar a Cristo, si hay más libertad y pobreza interiores, si se crece en caridad fraterna, en compromiso con el otro y en espíritu apostólico hay sólidos indicios de calidad y progreso en la oración, aunque ésta nos parezca árida y poco excitante. Si en la vida, en cambio, la fidelidad cristiana es mediocre y no hay progreso en la entrega a Jesús y en los valores que él nos enseñó, ello indica que la vida de oración está débil y estancada, que debemos revisarla, que el contento y fervor que podamos sentir son superficiales y engañosos con respecto a su verdadera calidad. Discernir mal el uso de los métodos Este demonio consiste en transformar el método de oración que está hecho para ayudar el orante, en un factor conflictivo para la oración. Llamamos método en la oración al uso de recursos que faciliten la concentración de nuestras facultades en Dios: lectura, oraciones vocales, jaculatorias, posturas, puntos de meditación, etc. Tener un método de oración es importante particularmente durante el aprendizaje de la oración, y en períodos de mucha distracción o de especial dificultad para entrar en relación profunda con Dios. La tentación consiste en usar el método sin un buen criterio o inoportunamente con el consiguiente daño para la oración. Esta tentación se presenta de muchas maneras, según la clase de orantes. Una manera es despreciando simplemente cualquier método para ayudarse a orar confiando en que la oración de uno es suficientemente madura como para no necesitarlo. El desinterés por el método se observa a veces en los que 34 comienzan a orar, lo cual es peor. Esta tentación de suficiencia impide al orante entrar seriamente en la oración y tomarle sabor y sentido. Terminará desanimado, por no recurrir humildemente y cuando es necesario a un método simple, adecuado para él, que le ayude a conectarse con Dios. Otra tentación consiste en apreciar el método, pero sin preocuparse por encontrar uno propio, personal, que a uno le ayude a rezar. Pues los métodos de oración, son muy variados, algunos muy conocidos, pero no todos son aptos para todas las personas. No se trata de usar cualquier método, porque uno leyó sobre él o porque está de moda: se trata de tomar conciencia de cuál o cuáles métodos son aptos para cada uno. Se debe utilizar el método que a uno le conviene, cualquiera que sea, y no otros, aunque sean muy interesantes. El método es algo muy personal; descuidar esto y seguir usando métodos que a uno no le ayudan equivale prácticamente a carecer de método. Una tentación análoga a la anterior es usar un cierto método que a uno le sirve, rígidamente, cuando convendría por las circunstancias variar de método. Es sabido que habitualmente son varios los métodos que a uno le sirven, no uno solo, y que tal o cual método resulta más adecuado en tal o cual período. Hay que saber variar los métodos personales. No hacerlo oportunamente conduce, una vez más, a usar métodos que no ayudan, o a no usar ningún método en absoluto. Existe también la tentación inversa, cuyo sujeto especial son aquellos orantes que van accediendo a una oración más simple y contemplativa. El demonio está en apegarse al método personal, cualquiera que sea, y continuar utilizándolo cuando no es necesario. El método es siempre relativo, y los maestros del espíritu nos dicen que hay que usarlo en tanto en cuanto ayude a entrar en contacto profundo con Dios. Muy a menudo este contacto se produce de modo natural e inmediato, usualmente cuando se ha ido creando el hábito de la oración. En esos casos el método resulta innecesario y redundante. Más aún, el apego a su uso en esos casos estorba y frena el desarrollo de la oración hacia la simplicidad contemplativa, en que predomina la presencia y el amor. Apegarse al método en estos casos daña tanto como menospreciarlo en otros. Hay una tentación sutil que consiste en pensar que se pierde el tiempo en la oración cuando se va haciendo contemplativa, en donde la conducción del Espíritu Santo se hace predominante, y por lo mismo la actividad del orante se hace pasiva. Quisiéramos trabajar con ideas, propósitos, exámenes de conciencia, puntos de reflexión, etc. Quisiéramos sentir que «producimos», y renunciar a ello en beneficio de la acción del Espíritu cuando ya no tenemos la iniciativa, se nos hace una pérdida de tiempo. La tentación es persistir en nuestros planes, modos y métodos, y no dejarnos llevar por el Espíritu. Confundir oración con contemplación humana Este demonio lleva al orante a sustituir la oración cristiana propiamente dicha, con los goces del espíritu. En particular con aquellos que a él en concreto le suelen ayudar a pensar en Dios. 35 Nos referimos, por ejemplo a escuchar música que crea una atmósfera espiritual, a la lectura de un libro inspirador, a la contemplación de un paisaje, a una reflexión filosófica… Todo ello es bueno, y debe tener un lugar en la vida de todo ser humano. Más aún, habitualmente prepara al alma para la oración; pueden ser buen método para entrar en oración. Pero no son en sí mismos oración cristiana, pues ésta requiere siempre la relación personal con Dios por la fe, la esperanza y la caridad. La oración es experiencia y contemplación de Dios, no sólo un goce de las facultades espirituales y contemplación humana. La tentación consiste en quedarse en esto último, sin dar el paso explícito de entrar en contacto con Dios. La oración propiamente tal se desvanece, y se ocupa ese tiempo en oír música religiosa, leer un libro de tema cristiano, preparar una celebración o una predicación. Todo esto hay que hacerlo, pero en su momento, no en el de la oración. La tentación de hacer al mismo tiempo las dos cosas contemplar la belleza y rezar, estudiar y rezar lleva a la larga a terminar con la oración auténtica y profunda. Descuidar el estilo de vida Una vez más, este demonio separa lo que debe unirse en vista de la autenticidad de la oración. El progreso de la oración cristiana requiere ciertas condiciones en el estilo de vida del orante. Esto es una variante de la relación permanente que hay entre oración y vida. En este caso no se trata tanto de la fidelidad moral, interior, al Señor; se trata de la manera de vivir, de trabajar, de organizarse. La oración requiere el soporte de una forma de vida coherente con ella. Hay formas de vivir que aunque no tengan nada de poco moral, son existencialmente incompatibles con una vida de oración seria. Un orante que no tiene disciplina personal, ni organización de vida y de trabajo, que es incapaz de hacer silencio en sí mismo, que no tiene autocontrol, que no puede tener momentos de soledad, no tiene la capacidad psicológica de llevar una vida de oración, aunque tenga tiempo para ello. La oración requiere un mínimo de organización de vida, disciplina contemplativa. La que se necesita, a lo menos, para cualquier actividad humana que necesita libertad de concentración y de reflexión. Si los estudiosos e investigadores, los atletas y los escritores deben imponerse una disciplina y control personal, con tanta mayor razón debe hacerlo el que busca la experiencia de Dios. No mantener las dos formas de oración El demonio induce al orante a ser unilateral; con ello de seguro empobrece su oración. Nos referimos a lo siguiente. La oración cristiana tiene, genéricamente, dos formas: la oración personal y la oración en común, que en primer lugar implica la oración litúrgica. Tanto por la naturaleza del hombre como por la naturaleza 36 de la oración, ambas formas son necesarias, y complementarias. La oración común enriquece al orante con la dimensión comunitaria, fraterna, eclesial; su oración se hace más objetiva, la objetividad de la oración de la Iglesia y evita así ilusiones y subjetivismos, a lo cual es más proclive la oración puramente personal. Pero ésta, a su vez, es la que nos permite interiorizar profundamente la Palabra y las mociones del Espíritu, y acceder a la intimidad de Dios. La tentación está en que hay personas que por la razón que sea, no pueden o no quieren sino orar en común. No pueden mantener una oración personal prolongada. Esas personas tienen que recuperar la dimensión personal de su oración, de otro modo el demonio alcanzará su objetivo a la larga: empobrecer la oración común que se nutre de la savia de la experiencia personal del orante, y hacer que éste rece muy poco. Las ocasiones que tiene un cristiano corriente para la oración común, fuera de la misa del domingo, son realmente pocas. También hay pocas personas que no pueden rezar sino en privado; la oración comunitaria no parece aportarles nada, y las distrae. La respuesta a esta tentación sutil de individualismo y tal vez de intimismo ilusorio (que también empobrece la integralidad de la oración) es, una vez más, educarse en descubrir las riquezas de la oración común. Pues una cosa es sentirse mejor rezando solo, lo cual es muy legítimo (personas así deben orar más solas que en común) y otra cosa es prescindir de la oración en común. Y a la inversa, el que ora mejor en común debe buscar las ocasiones de hacerlo y privilegiar esa forma de oración, pero manteniendo siempre una vida de oración personal. Evitando la tentación de la oración unilateral, todo orante debe seguir su vocación a la forma de oración que se adapta mejor a él. No ayudarse con otras personas Este es el demonio de la autosuficiencia. El camino de la oración está lleno de inseguridades, ilusiones, tentaciones sutiles, engaños y confusiones. La oración tiene criterios, ciertos principios y «leyes», confirmados por la tradición espiritual de la Iglesia. Sobre todo, se cumple aquí especialmente el dicho que «nadie es juez de su propia causa». Por eso es un axioma de la espiritualidad cristiana que el orante, sobre todo en el largo período de su aprendizaje, necesita la guía de otra persona competente y experimentada. El consejero, asesor, director espiritual, confesor –el nombre poco importa – es un factor de primera importancia para la educación y el progreso en la oración. En este campo, la tentación del aislamiento significa rutina, tiempo perdido, estancamiento de la oración. Todo orante necesita ser estimulado, más o menos asiduamente apoyado, asegurado y advertido de los fallos y tentaciones de su oración. Este demonio tiene una segunda manifestación. Actúa eficazmente en los casos en que el orante vive en un medio humano y de relaciones en el que no 37 recibe ningún estímulo para practicar y perseverar en la oración. Es decir, la gente con la cual convive y se relaciona no ora o lo hace muy poco. La falta de ambiente de oración contagia, como contagia también positivamente, un medio humano que aprecia la oración. Esto se aplica especialmente a las comunidades cristianas o de vida religiosa, a los movimientos apostólicos, parroquias y casas de formación. Crear un ambiente colectivo que favorezca y estimule la oración es de primera importancia. La vida de oración de muchas personas puede depender de eso. IV. La búsqueda cristiana de la felicidad y la renuncia «En el caso que el servicio y gloria de la Divina Majestad sean igualmente servidos, y a fin de imitar y ser en realidad más como Cristo nuestro Señor, deseo y escojo pobreza con Cristo pobre antes que riquezas; insultos con Cristo cargado de ellos, antes que honores; deseo ser tenido por inútil y loco a causa de Cristo, antes que ser estimado como sabio y prudente en este mundo. Así Cristo fue tratado antes de mi». SAN IGNACIO DE LOYOLA Discernimiento La síntesis entre estas dos condiciones de la vida cristiana: la búsqueda de la felicidad y la renuncia, ha eludido, desde siempre, a muchos creyentes, y ha sido considerada como una curiosidad de rasgos aberrantes para muchos no creyentes. Procurar la felicidad y su pleno goce es esencial –tal vez lo más esencial– en la vocación del hombre. Es lo que Dios quiere de él. El hombre fue creado por Dios para ser feliz, eterna y plenamente feliz en la vida futura, pero igualmente en esta vida, dentro de las limitaciones propias de la condición humana, y siempre que no ponga en peligro la felicidad eterna. No es cristiana la idea de que Dios quiere que el hombre sea feliz tan sólo después de la muerte, en el paraíso, y que aquí en la tierra tiene que sufrir y negarse las felicidades terrenas a fin de merecer las perdurables. ¿Qué clase de Dios sería ése? ¿Para qué entonces dotó al hombre de tantas formas de capacidad de goce, ya sea del espíritu o de los sentidos? Por otra parte está la renuncia cristiana. Es un hecho que Cristo llama a muchas formas de renuncia, de abnegación y pide cada día tomar la cruz (cf. Lc 14, 27,33). La pobreza, la austeridad, la mortificación, son valores en el camino cristiano. Pero pocos suelen identificar esos valores con la felicidad terrena y humana. Por el contrario, parecen oponerse frontalmente a ella, y desmentir la idea de que Dios quiere que el hombre sea feliz también en esta vida. 38 Sin embargo, la compatibilidad y la síntesis es real. De ello dan testimonio todos los santos, canonizados o no. La explicación tiene dos aspectos que hay que ver separadamente. El primer aspecto es el más fácil de entender para los creyentes y hombres de conciencia recta. Es cuando la renuncia y la mortificación de lo que produce placer (que podemos considerarlo como una forma de felicidad, aunque precaria) se hacen necesarias para evitar el pecado, la inmoralidad, los vicios o las imperfecciones de una libertad interior aún sujeta a servidumbres. Esto es bastante plausible, pues las servidumbres morales grandes o pequeñas, son tales porque son deshumanizantes a corto o largo plazo. Y lo que deshumaniza no da la felicidad. De ahí que las renuncias de que hablamos se hacen necesarias para asegurar una felicidad, en este mundo, verdadera y estable. En esos casos, se renuncia a lo que da una felicidad fugaz y aparente a fin de asegurar la felicidad auténtica. El segundo aspecto del problema es más difícil de explicar. Es el más desconcertante: no es realmente comprensible sin la experiencia de la fe. Se trata de las renuncias, mortificaciones y penitencias voluntarias que, en grados diversos, realizan los santos y los creyentes fervorosos. Aquí no se trata de las renuncias necesarias para evitar lo malo o las tentaciones o caer en un vicio grande o pequeño, o también para fortalecer una voluntad debilitada. Se trata de renuncias y mortificaciones a formas de felicidades terrenas legítimas y más allá de lo necesario para la práctica de la fidelidad cristiana. Así: la búsqueda de austeridad de vida y de pobreza deliberada; la renuncia, en ocasiones o de forma permanente a placeres legítimos; penitencias voluntarias de cualquier tipo, etc. ¿Cómo puede Dios pedir esas cosas, él que quiere la felicidad y el bien del hombre? A todo lo que se renuncia ¿no son cosas que Dios creó para el hombre, a fin de que encontrara en ella pequeñas felicidades? ¿No es acaso cristiano gozar de todo lo legítimo que nos da la vida dando gracias continuamente al Dios de la bondad? Todo esto es verdad. Más aún, es parte de la santidad cristiana. Carecer de esas actitudes hacia las bondades y dones de la vida, y ante las felicidades y regalos que Dios ofrece, no es cristiano. Esas actitudes deben estar vivas en cualquier realización de renuncia voluntaria; de otro modo ésta se hace sospechosa. El amor a la creación y el reconocimiento agradecido de que todo es don de Dios es el trasfondo del auténtico penitente. ¿Qué sentido tiene entonces esta renuncia cristiana? La verdadera respuesta no puede estar ajena a la vocación humana a la felicidad, también en esta vida. También aquí, la verdadera felicidad es la clave. La experiencia de los santos lo corrobora; en realidad la respuesta es sencilla: el austero, el abnegado, el mortificado, encuentra ahí una felicidad mayor. Ello legítima su renuncia a lo bueno que Dios pone a su disposición. El santo, el espiritual, encuentra mayor felicidad –aquí y ahora– en la pobreza que en la riqueza, en la austeridad que en el legítimo bienestar, en privarse de un placer que en gozarlo. 39 ¿Cómo es posible, a la par que humanizante y conforme a lo que Dios quiere? Simplemente porque toda renuncia cristiana, para que sea tal, procede de un gran amor a Jesús pobre y crucificado. El amor que quiere darse e identificarse con Jesús causa una felicidad mayor que el goce contrario; no la renuncia o la mortificación en sí misma. La experiencia de la felicidad de darle algo a Dios por puro amor, imitándolo muy pobremente en la donación totalmente gratuita que él nos hace de su amor, es inexplicable para el que no ha comenzado, por lo menos, a enamorarse de Jesús crucificado. En un grado elevado, es la experiencia de los santos y de los místicos, cuyas renuncias no se entienden fuera del horizonte de la felicidad sin el egoísmo que se encuentra en la ofrenda por amor. La renuncia cristiana no sólo no es inhumana, sino que nos coloca en la cumbre del humanismo, cuyo postulado esencial nos dice que la felicidad del hombre se encuentra en el amor, y que a mayor amor se encuentra mayor felicidad. Esto nos da el criterio más importante para discernir la legitimidad y la oportunidad de cualquier renuncia o mortificación voluntaria: el amor con que se realiza, y el crecimiento en amor de dios y de felicidad a que nos llevan. Hay que concluir, por lo tanto, que el hecho asombroso a los ojos mundanos de encontrar felicidad en la imitación de Cristo pobre y crucificado por la renuncia espiritual de matices místicos en el sentido amplio de la palabra. Es una de las cimas de la experiencia cristiana; fuera de esta perspectiva es incomprensible igual que lo es la oración prolongada o la castidad radical. Este tipo de experiencia, si no se ha tenido, puede crear escepticismo o el recurso a explicaciones psicológicas peyorativas, como por ejemplo, un masoquismo inconsciente. Los santos han tenido esa experiencia como plenitud de amor y de liberación, y la han testimoniado. Aunque no es necesario recurrir a ellos; muchísimos buenos cristianos, persistentemente probados por la cruz, no han perdido e incluso han acrecentado la paz y la felicidad del alma. Los hemos encontrado muchas veces. Anónimamente, según la medida de su gracia, han vivido y entendido la experiencia de los místicos crucificados. 40


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