El Bosque de Los Grumos

April 4, 2018 | Author: Anonymous | Category: Documents
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El bosque de los Grumos Carlo frabetti / Angeles Peinador El bosque de los Grumos Si en una noche de luna o al clarear la mañana ves cerca de una laguna un ser que es como una rana, pero que camina erguido y se esfuma como el humo al ior el menor ruido, no estás soñando: es un grumo. Si del bosque en lo profundo una cosa pequeñita logras ver por un segundo mordisqueando una amanita, y esa cosa, verde o rosa, se relame con el zumo de la seta venenosa, no alucinas: es un grumo. Si ves entre la maleza un bichocon un cornete o dos sobre la cabeza, tan rechoncho y regordete y tan ágil y flexible como un luchador de sumo diminuto y apasible, no lo dudes: es un grumo... El bosque de los grumos Índice Si en una noche de luna... El “Grumorio” …...................................... 7 9 ….................................................................. La lamia que lamio un grumo La “brújula” y el “grumete” Sopa de grumo …........................................ 28 …....................................... 37 …................................................................. 56 El “Grumorio” Era el segundo día de vacaciones y Miguel había ido al bosque a buscar setas. Tenia la cesta llena y estaba a punto de volver a su casa, en una pequeña aldea junto al lindero del bosque, cuando, debajo de un roble, vio una rana mordisqueando un hongo de rojo sombrerete. Se quedó muy sorprendido ,pues creía que las ranas sólo comían insectos y otros bichejos y además, aquel hongo era venenoso. Miguel, que entendía mucho de setas, conocía incluso su nombre científico: Amanita muscaria, llamada así porque su veneno solía matar a las incautas moscas que acudían a ellas atraídas por su vivo color. El niño se acercó sigilosamente y al verla más de cerca, se dio cuenta de que aquella rana era muy rara. Se mantenía erguida sobre sus patas traseras y tenía una especie de cuernecillo en la cabeza... Sólo pudo examinarla durante unos segundos; pues, al percatarse de su presencia, la rana desapareció tan rápidamente como si se hubiera volatilizado en el aire. Al acercarse a la amanita, Miguel comprobó que estaba mordisqueada. Se inclinó sobre la seta para examinar los mordiscos; pero no tuvo tiempo de hacerlo, pues una mano huesuda y fuerte como una garra lo aferró por el pescuezo. -¿Qué haces, insensato?- dijonansuse espaldas una voz ronca y áspera. La poderosa mano lo lenvantó y lo hizo volverse y Miguel se halló frena una anciana de ojos penetrantes que lo miraba con cara de reproche. Iba vestida completamente de negro y llevaba suelto el largo cabello blanco. El niño pensó con espanto que, siexistían las brujas, acababa de caer en manos de una. -¡Vamos, escupe el trozo, mentecato!- le gritó la vieja, zarandeándolo con violencia. El pobre Miguel no podía escupir nada, puesto que nada estaba comiendo y tenía tanto miedo que tampoco podía hablar. La anciana le habrió la boca con sus manos huesudas y miró en su interior. -¡Maldita sea... te lo has tragado! ¿No sabes que esa seta es muy, pero que muy venenosa? ¿Cómo se te ocurre darle un mordisco, pequeño majadero? -Sí que lo sé - logró balbucear por fin Miguel - y yo no la he mordido... -¿Cómo que no? ¿Y ese trozo que falta? -Se lo ha comido una rana... -¿Una rana? ¿Me tomas por boba? Te crees que soy una vieja chocha , ¿Eh? ¡Las ranas no comen seta, botarate! Dicho esto, levantó a Miguel y se lo cargó al hombro como si fuera un saco. Tenía una fuerza extraordinaria para ser una anciana. -¡Suélteme! - gritó el niño -. ¡Socorro! -¡cállate si no quieres que te convierta en un sapo peludo! - lo amenazó la vieja, echando a andar hacia el interior del bosque - ¿Te gustaría ser un sapo peludo? -No – contestó Miguel, con apenas un hilo de voz. -Además... por mucho que grites, no te va a oir nadie. Sólo yo; y yo no tengo ningunas ganas de oirte. Ya tengo bastante con llevarte a cuestas... ¡Una rana! ¿No sabes lo que comen las ranas? -Insectos creo... -Insectos en movimiento – precisó la anciana -. Las son tan tontas, que si ven una mosca quieta, no la identifican como comida. Una rana podría morirse de hambre rodeada de rico paté de mosca; pues su pequeño cerebro, casi tan pequeño como el tuyo, sólo reconoce como comida algo diminuto y en movimiento, como un insecto volando. De modo que ni siquiera una rana borracha se comería una seta... Miguel estaba más perplejo que asustado. Aquella bruja no parecía tener malas intenciones, pues creía que él había mordido una seta venenosa y había intentado hacerle escupir el trozo. Además, hablaba como una maestra; como si le estuviera dando una lección de Ciencias Naturales. Claro que, puesto que alguna maestras parecían brujas, no era raro que algunas brujas parecieran maestras... Al cabo de un raro, llegaron a una cueva. La entrada estaba oculta tras unos matorrales y en el interior, debilmente iluminado por una serie de agujeros en el techo, a modo de tragaluces, Miguel vio la más extraordinaria colección de hongos que se pueda imaginar. Había algunos ejemplares enormes y especiales que no había visto ni siquiera en los libros. La cueva de los hongos comunicaba con otra que, al parecer, era la vivienda de la bruja. Aunque, más que una vivienda, parecía un laboratorio. Había varias mesas llenas de frascos, redomas y alambiques y estantes con montones de viejos libros y extraños cachivaches. La anciana depositó a Miguel en el suelo y echó mano de una frasco que contenía un espeso jarabe verdoso. Llenó la cuchara y le dijo: -Tómate esto. -No me lo pienso tomar – dijo el niño con determinación. -¿Ah, no? ¿Prefieres que te ate a una silla, te ponga una pinza en la nariz, para obligarte a abrir la boca y te haga tragar todo el frasco con un embudo? -Está bien – dijo Miguel, ante los convindentes argumentos de la vieja. Abrió la boca, dejó que le metiera la cuchara y se tragó el amargo jarabe. -Así me gusta... -¡Está malísimo! - se quejó el niño. -Este jarabe te va a salvar la vida; no pretenderás que encima esté bueno. Es un antídoto contra los hogos venenosos. Lo he preparado yo misma, que soy la mayor experta mundial en el tema. ¿Te das cuenta de la suerte que has tenido? -Ahora que ya me he tomado su asquerosa pócima – dijo Miguel muy ofendido-, ¿Se va a creer de una vez que yo no he mordido esa seta? -No me hables así enano. -Lo siento, pero esa pócima está realmente asquerosa. Me puede obligar a tomármela, pero no querrá que encima le dé las gracias... ya me está dando dolor de estómago... -Cuando digo que no me hables así, quiero decir que no me trates de usted. Me hace sentir mayor y sólo tengo ochenta y dos años. Toma esto te quitará eñ sabor del antídoto – dijo ella, dándole una manzana que tomó de un frutero. -Mi madre me ha dicho que nunca acepte cosas de los desconocidos. -Esto no es una cosa, es una manzana. ¿No pensarás que yo soy la madrastra de Blancanieves y que es una manzana envenenada? Además – le aclaró a Miguel la enigmática anciana -, los desconocidos con malas intenciones, usan los regalos para camelarse a los niños y llevárselos a un lugar apartado... Pero tú ya estás en mi casa que es un lugar apartadísimo y si quisiera podría hacer longanizas con tus tripas; así que ya no tiene sentido rechazar la manzana. Cómetela. El argumento de la vieja era de una lógica aplastante y además, Miguel quería quitarse el mal sabor de boca y el ardor de estómago, de modo que aceptó la manzana y empezó a coméserla a mordiscos. -Está buena. -Claro que está buena. Ah, por cierto, puesta a darte buenos consejos, tu madre también te podría haber dicho que las setas desconocidas, son tan peligrosas como las personas. -Para que te enteres, conozco muy bien las setas – y yo no he mordido esa amanita. -Así que sigues insistiendo en que ha sido una rana... -Bueno, a lo mejor no ha sido exactamente una rana. Tenía un cuernecillo encima de la cabeza... -¿Un cuernecillo dices? ¿No sería un pedúnculo? - preguntó la anciana , con repentino interés. -No sé muy bien lo que es un pedúnculo - Reconoció Miguel. -Un cuerno es duro y rígido. Un pedúnculo es blando y fléxible,como un dedo – dijo ella moviendo su huesudo meñique. -Entonces, era eso, un pedúnculo. Se movía... -¿No me estarás engañando, enano? -¿Porque iba a hacerlo? Ya me has hecho tomar la asquerosa poci... quiero decir, el antídoto. Lo mismo me daría admitir que me he comido yo la amanita. -¿Será posible que...? - murmuró la vieja para sí -. No, no puede ser. -¿Qué es lo que no puede ser? -¿Sabes lo que son los grumos, enano? -Claro. Son esas bolitas pringosas que se forman cuando el cacao no se disuelve bien en la leche... -No me refiero a esos grumos, sino a los sabes lo que son. Casi nadie lo sabe. Quedan muy pocos en el mundo y desde luego, no hay ninguno por estos andurriales. A no ser que, por alguna misteriosa razón, haya venido recientemente. Pensándolo bien, hay una laguna bastante cerca... -Pero, ¿Qué son esos grumos? - preguntó Miguel con gran interés. -Igual que nosotros, los seres humanos, somos parientes de los monos los grumos son los parientes racionales de las ranas. - le explicó la otros... No, claro que no anciana. -¿Racionales? - exclamó el niño, sin poder dar crédito a lo que oía. -Racionales, sí. No son muy inteligentes, pero la mayoría delas personas tampoco lo son. Sin embargo, son muy intuitivos. Ese pedúnculo que tienen en la cabeza, es una especie de antena con la que captan las emociones y sentimientos... -¿Son telépatas? - preguntó Miguel, que era muy aficonado a las historias de ciencia ficción. -Bueno, no pueden leer el pensamiento, si te refieres a eso. Pero perciben el miedo, el afecto, la ira... ¿Si te enseño un dibujo de esa rana cornuda que dices haber visto, serías capaz de reconocerla? -Creo que sí. No le he visto la cara, pero... -Bien, bien – le interrumpió la vieja con impaciencia -. ¿Dónde estará el un pasmarote. La anciana empezó a rebuscar entre sus viejos y polvorientos libros, lanzando alguna imprecación de vez en cuando. Miguel se puso a mirar los títulos impresos en los lomos y en uno de ellos le pareció leer la extraña palabra que ella había mencionado, aunque las letras estaban muy borrosas. -Aquí está – exclamó. Grumorio? Ayúdame a buscarlo, enano... no te estés ahí parado como Grimorio – replicó la bruja – Es una viejo libro de magia que no dice más que tonterías. El que buscamoses el Grumorio, con u... ¡Ya lo tengo! -No enano; ese es el De debajo de una gran pila de libros, la anciana sacó un grueso volumen encuadernado en verde. Parecía muy antiguo. Sobre la tapa, en letras de extraña caligrafía, estaba escrito el título: GRIMORIUM . -¿Está en latín? - preguntó Miguel. -Sí claro – contestó ella, poniendo el libro sobre una mesa y abriéndolo por el principio -. Cuando se escribió aún se usaba el latín. Y además está escrito a mano. Es un libro muy antiguo, anterior a la imprenta. La anciana pasó las primeras páginas hasta encontrar un detallado dibujo de una extraña criatura verde y rechoncha, con un pedúnculo en la cabeza. -¡Es ella! - exclamó Miguel. -Él, en todo caso – corrigió la bruja -. Es una macho. La hembra tiene dos pendáculos y no es vrede, sino más bien rosa... ¿Estás seguro de que tu rana cornuda era así? -Bueno, no le he visto la cara; pero el color, la forma el cuernecillo, quiero decir, el pendáculo... ¡Todo coincide! -Si lo que dices es cierto, enano, puedes considerarte afortunado; eres uno de los pocos mortales que han tenido el privilegio de ver un grumo... Y yo también soy afortunada, porque eso querría decir que se han instalado en esta zona. -¿Y no se habrá muerto el pobre grumo, al comerse un trozo de amanita? - preguntó el niño con aprensión. -¡Que va! - contestó la anciana riendo -. Los hongos venenosos son su manjar predilecto. Además, al comerlos, ellos mismos se vuelven venenosos y eso los protege de los depredadores. Si ves a un grumo, no se te ocurra darle un lametazo; su piel es muy venenosa, como la de algunas ranas. -¿Hay ranas venenosas? -¿Que si hay ranas venenosas? Para que te enteres, enano, los animales más venenosos del mundo, con gran diferencia, son ranas. Las víboras, tarántulas y escorpiones son cosa de risa comparados con alguna especies de ranas. Con el veneno de una koskoi colombiana, una ranita de aspecto inofensivo y hasta simpático, se podría matar a más de dos mil personas. En la página siguiente, había un dibujo muy parecido al anterior, sólo que la criatura tenía dos pendáculos y era de color rosa. -¿Es una hembra? - preguntó Miguel. -Sí. Como ves, tiene dos “antenas”. Es aún más sensible e intuitiva que el macho. Entre los grumos, igual que entre los humanos, las hembras son superiores – dijo la bruja, con una risita. La siguiente ilustración, mostraba a un grupo de ranacuajos de largas colas y pequeñas patas palmeadas. -¿Y estos son los grumitos? - preguntó el niño-Exacto. Pasan por la fase de renacuajo, igual que sus primas las ranas... Siguieron pasando, una tras otra, las páginas del maravillosos dibujos, tenñian a Miguel totalmente fascinado. Como el texto estaba en latín, no entendía casi nada; pero la anciana le iba Grumorio, cuyos explicando las características de los grumos, sus costumbres, su forma de vida... -En realidad, buena parte de lo que hay aquí escrito, son meras conjeturas – dijo la bruja, al cerrar el libro -, pues no sabemos gran cosa sobre los grumos... Y ahora, enano, vuelve corriendo a tucasa. Anda, anda, que se está haciendo tarde. -Es verdad – dijo Miguel, mirando su reloj -. Con este libro, se me ha pasado el tiempo sin darme cuenta. -Te acompañaré al sitio donde te he encontrado – dijo la anciana -. En esta parte del bosque es fácil perderse... Cuando llegaron al lugar donde Miguel había sorprendido al grumo, vieron que a la amanita le faltaba otro trozo. -¿Me crees ahora? - dijo el niño. -Desde luego, eso no lo has hecho tú – admitió la vieja – y ningún animal del bosque se comería una amanita. Por increible que parezca, enano, creo que realmente has visto un grumo... De vuelta en su cueva, la anciana, que a pesar de sus años tenía el oído muy fino, percibió al entrar un extraño rumor, como un leve murmullo. Cruzó de puntillas la zona de los hongos, se asomó a su laboratorio y lo que vio la dejó patidifusa; sobre el donde lo habñia dejado, habían un monton de grumos y grumas que miraban el libro con gran interés. Era como si las ilustraciones hubieran cobrado vida. La increible visión sólo duró unos segundos, pues en cuanto los grumos se percataron de la presencia de la bruja, se esfumaron en un santiamèn. Una vez en casa, mientras su madre guisaba las setas, Miguel sacó sus lápices de colores e intentó dibujar al grumo que había visto mordisqueando la amanita. Su madre se acercó a él, vio por encima de su hombro lo que estaba dibujando y conociendo la aficción de sus hijo por la ciencia ficción, le preguntó: -¿es un extraterrestre? -No mamá, es un grumo y aunque parezca un marciano, es tan terrestre como nosotros. Bueno, medio terrestre y medio acuático, pues es un anfíbio, como las ranas... por cierto, mami ¿Porqué no lo dibujas tú que pintas tan bien? Yo te cuento como es... Y mientras Miguel le iba explicando las características del grumo, su Grumorio, abierto encima de la mesa madre lo dibujaba siguiendo fielmente sus indicaciones, admirada de la gran imaginación de su hijo... La lamia que lamió un grumo Miguel llevaba más de dos horas dando vueltas por el bosque en busca de alguna señal de los grumos y no había visto absolutamente nada que pudiera indicar la presencia de aquellos diminutos y misteriosos seres; ni una seta mordisqueada, ni la más leve huella sobre el suelo. De pronto, oyó a lo lejos, una canción dulce y melancólica. Era una voz femenina, tan suave y melodiosa que a Miguel, sin saber porqué, le entraron ganas de llorar y reir al mismo tiempo. Muy despacio, casi de puntillas, como si temiera que el menor ruido pudiese romper el hechizo de la dulcísima canción, se encaminó hacia el lugar del que provenía la voz. Al cabo de unos minutos, llegó a una laguna de aguas cristalinas. Sentada en una roca que parecía un trono de piedra, junto a la orilla, una mujer bellísima, peinaba su largo cabello rubio con un peine de oro. Llevaba un precioso vestido floreado hasta los pies y al niño le recordó un cuadro que había visto en uno de los libros de arte de su madre. Al ver a Miguel, la mujer dejó de cantar y dedicándole una dulce sonrisa, se levantó y fue hacia él. Más que camonar, se deslizaba sobre el suelo, como esas bailarinas rusas que parecen llevar patines bajo sus largos vestidos. -¿Cómo te llamas – le preguntó la mujer, cuando estuvo junto a él, sin dejar de sonreir. -Miguel – contestó el niño - ¿Y tú? -Yo no necesito nombre, Miguel – respondió ella -, porque no hay nadie que me llame. -¿No tienes padres, ni amigos? -No. A no ser que tú quieras ser mi amigo. -Sí claro que quiero. ¿Donde vives? -Aquí, en la laguna. -¿Aquí? Pero si aquí no hay ninguna casa... -Sí, mi casa está muy cerca. ¿Quieres venir a verla? La mujer era bellísima y sonreía de un modo encantador, pero la madre de miguel le había hecho prometer muchas veces, que nunca iría con desconocidos, por muy simpáticos y amables que parecieran. Y además, ya era hora de volver acasa. Se había entretenido mucho buscando huellas de los grumos y se había adentrado en el borque más de lo que le estaba permitido. -Lo siento, hoy no puedo – se excusó el niño –.Otro día... -Tal vez no haya otro día – replicó ella, poniéndose seria de pronto -.. Mírame, Miguel. El niño la miró a los ojos, que eran verdes y profundos como la laguna. Y le pareció que aquellos ojos bellísimos se hacían cada vez más grandes y que se hundía en ellos como si fueran pozos sin fondo... -Dame la mano Miguel – ordenó la mujer. El niño le dio la mano mecánicamente, como una autómata y luego la siguió sin ofrecer resistencia mientras ella, muy despacio, se encaminaba hacia la laguna. Al llegar a la orilla, la mujer siguió caminando como si nada y Miguel, siempre de su mano, fue tras ella con la mirada perdida, sin siquiera darse cuenta de que estaban entrando en el agua. Cuando el agua ya le llegaba por la cintura, el niño oyó un agudo gritito que lo sacó de su atontamiento, aunque no del todo, como cuando uno oye el despertador por la mañana y aunque no acaba de espàbilarse, empieza a salir del sueño. El grito parecía haber sonado directamente dentro de su oido,como si llevara unos auriculares. Notó que tenía algo sobre el hombro, e incluso le pareció sentir unas manitas diminutas agarradas a su oreja; pero no podía girar la cabeza; era como si estuviese medio dormido y no lograra despertarse por completo. Entonces oyó una vocesita muy aguda, la misma que había gritado en su oido, que, como si le costara hablar, le decía: -Mirar... pies... Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, Miguel inclinó la cabeza y miró hacia abajo. Y lo que vio lo dejó helado de espanto. La parte inferior del vestido de la mujer flotaba en el agua y había dejado al descubierto sus pies. Y no eran pies humanos. A través del agua cristalina, el niño vio claramente que aquella mujer tenía los pies palmeados, como los patos. Entonces, por fin, reaccionó. Si el gritito en su oido había sido como el despertador que no acababa de espabilarlo a uno del todo, ver los pies de pato de la mujer fue como un cubo de agua fria. De un tirón se soltó de la mano que lo arrastraba hacia el interior de la laguna e intentó huir. Pero todavía estaba aturdido y lento de movimientos y la bella mujer lo agarró del hombro. -Ven a… - empezó a decir. Iba a decir “ven aquí”, pero no pudo terminar la frase. Junto a la oreja de Miguel había una pequeña y extraña criatura verde, parecida a una rana. Cuando la mano de la mujer s eposó en el hombro del niño, el pequeño ser trepó por el brazo de ella con gran rapidez y en el momento en que decía la Miguel, a pesar de su aturdimiento, se dio cuenta con alegría de que su diminuto defensor era un grumo. Pero la alegría enseguida se convirtió en horror al verlo dentro de la boca de la mujer de pies palmeados, pues pensó que lo iba a matar de un mordisco. Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió. Al entrar en contacto con la piel del grumo, la lengua de la mujer absorbió un poco de su potente veneno y a punto estuvo de desplomarse sin sentido. Pero era tan fuerte y enérgica como hermosa y escupió con violencia al grumo, que cayó al agua con un sordo “plof” y se zambulló con la boca abierta. Se quedó quieta unos instantes, boqueando ansiosamente, como si estuviera respirando agua y luego se alejó buceando a gran velocidad, impulsada por el vigoroso aleteo de sus pies palmeados. Miguel salió del agua y se dejó caer en la orilla, temblando de la cabeza a los pies. A los pocos segundos, la misma vocecilla de antes le dijo al oido: -Escapar... Lamia volver... El niño giró la cabeza y vio al grumo a pocos centímetrosde su cara. Sólo fue un momento, pues el diminuto ser desapareció en un santiamén, con una rapidez que parecía impropia de su aspecto rechoncho y poco dinámico. Durante ese instante, Miguel vio al grumo con todo detalle, pues lo tenía a menos de un palmo de distancia. Y si bien su apariencia general era de una rana o sapo, su cara tenía algo humano; sobre todo los ojos; en aquellos ojillos curiosos y expresivos brillaba la luz de la inteligencia. a de aquí, se le metió en la boca. Sólo entonces Miguel se espabiló por completo. Por un momento, se preguntó si no habría estado soñando, pues había sido todo tan extraño que no acababa de creérselo; pero, en cualquier caso, la advertencia del grumo lo hizo ponerse en pie rápidamente y alejarse corriendo de la laguna. El grumo había llamado “lamia” a la mujer de pies palmeados y a Miguel le sonaba mucho ese nombre. En cuanto llegó a casa, le pidió a su madre un gran libro que ella tenía sobre hadas y otros seres fabulosos y se pasó el resto de la tarde leyéndolo. Por fin, en uno de los capítulos, encontró unas páginas dedicadas a las lamias. Eran una especia de brujas acuáticas, que, según decía el libro, solían vivir en estanques y lagunas, en casas subterráneas cuyas entradas estaban ocultas bajo el agua. A veces raptaban a niños humanos para llevárselos a vivir con ellas, pues la mayorìa de las lamias no podían tener hijos. Algunas tenían los pies palmeados; otras, más terrestres que acuáticas, tenían pezuñas de cabra. , pensó Miguel con un estremecimiento. . La “brújula” y el “grumete” Al día siguiente, con unos anteojos colgados del cuello, Miguel fue al bosque dispuesto a ver de nuevo a la bellíasima lamia. Pero, eso sí, desde lejos. A una distancia prudencial, trepó a un árbol y enfocó los anteojos sobre la laguna. Y se llevó tal sobresalto, que a punto estuvo de caerse. ¡Había una niña pequeña bañándose cerca de la orilla opuesta! En cualquier momento podía aparecer la lamia y llevársela, como había intentado hacer con él. A Miguel le daba terror la sola idea acercarse al agua, pero no podía dejar a aquella pobre niña a merced de la lamia. Así que, haciendo de tripas corazón, bajó del árbol y fue corriendo hacia la laguna. A unos diez metros de la orilla empezó a gritar y a agitar los brazos para llamar la atención de la pequeña. Ella, al verlo, lo saludó alegremente con la mano. -¡Sal enseguida! - gritó Miguel, con todas sus fuerzas -. ¡Estás en peligro! La niña nadó rápidamente en dirección a Miguel y cuando ya estaba cerca de la orilla, donde el agua era poco profunda, se puso de pie y empezó a caminar hacia él. Estaba desnuda, lo cual no parecía preocuparla en absoluto. -¿De qué peligro me hablas? - preguntó la pequeña mientras salía del agua. Y entonces, miguel vio sus pies. Eran pies palmeados, como los de un pato... como los de una lamia. Aterrorizado, Miguel se dio la vuelta y echó a correr a toda velocidad. -¡Eh, espera! - gritó ella. Sin dejar de correr, el niño se volvió para ver si la lamia lo seguía... y comprobó lo conveniente que es mirar donde se ponen los pies, pues tropezó con una piedra y cayó al suelo Al intentar levantarse, se dio cuenta de que se había torcido el tobillo. ¡Y la niña de pies palmeados venía hacia él! , pensó Miguel, intentando darse ánimos. Así que la esperó sentado en el suelo masajeándose el dolorido tobillo. -Deberías mirar por dónde andas – lo reprendió la niña al llegar junto a él -. ¿Te has hecho mucho daño? -Me he torcido el tobillo y me duele al apoyar el pie. -¿Porqué huías? ¿Qué peligro es ese del que me has advertido? -Creía que eras una niña normal y pensaba que la otra lamia, la mayor, podía raptarte. -¿Conoces a mi madre? -Creo que sí. A no ser que haya otras lamias viviendo en la laguna - contestó Miguel con aprensión. -No, sólo estamos mi madre y yo. Anda, ven a la orilla conmigo y te pondré un emplasto de arcilla en el tobillo. -Ni hablar – dijo el niño -. Es que no puedo andar – añadió rápidamente, temiendo enfurecer a la pequeña lamia. -Puedes ir a la pata coja, apoyándote en mí. -Es que tengo mucha prisa. He de volver a mi casa enseguida porque... -Pero si me acabas de decir que no puedes andar – lo interrumpió ella con una sonrisa burlona -. ¡Ah! Creo que ya sé lo que pasa. Tienes miedo de mí. -¿Miedo, yo...? -¡Tienes miedo de una niña más pequeña que tú! Menudo cobardica. -Eres una lamia y las lamias sois brujas. -En todo caso, soy una “brújula”, puesto que soy una bruja pequeña. -Una brújula es otra cosa. Sirve para saber dónde está el norte. -yo siempre sé dónde está el norte, como los patos, sin necesidad de ver la posición del Sol o delas estrellas. Por lo tanto, tambiénen ese sentido soy una “brújula”. Pero, además, “brújula” es el diminutivo de bruja; igual que “lúnula” es el campana y “Úrsula”, el de osa. diminutivo de luna; ”campanúla”, el de Miguel tenía una compañera de clase que se llamaba Úrsula y una vez le había oido decir que su nombre significaba “osita” en latín, así que lo que decía la pequeña lamia parecía razonable. -Vale, de acuerdo, sí eres una “brújula” - admitió el niño -. Pero, por si acaso, no pienso ir contigo. -¿Tienes miedo de que te coma crudo, o de que te convierta en una rana? - se burló ella -. No pareces muy sabrosopara comerte y las brujas sólo convierten en ranas a los príncipes. -No tengo miedo de tí. Pero en cualquier momento puede aparecer tu madre. -No, no puede – replicó la niña -, poque está en la cama. Ayer se le metió un grumo en la boca y está enferma. -¿Está grave? - preguntó Miguel con preocupación.Tenía miedo de la lamia, pero no le deseaba ningún mal. -Sólo un poco débil y mareada. Es que los grumos son muy venenosos. -Ya lo sé. -¿Conoces a los grumos? - preguntó ella sorprendida. -He visto a un par de ellos. O a lo mejor he visto al mismo dos veces. Y sé que comen hongos venenosos. Por eso, ellos mosmos se vuelven venenosos. -Pero apuesto a que nunca has visto nacer un “grumete” - dijo la niña. -Un grumete es un aprendiz de marinero. -”Grumete” también es el diminutivo de “grumo”, igual que el sombrerete de los hongos se llama así porque es como un sombrero pequeño. -No he visto nacer a ningún... grumete – admitió Miguel -; pero sé que salen de unos huevecillos transparentes. ¿Te gustaría verlo...? Por cierto, ¿Cómo te llamas? -Miguel. ¿Y tú? -Ya lo sabes: lamia. -Pero ése es el nombre común, el de todas las de tu especie. Me refiero a tu nombre propio. -Puesto que para tí soy la única lamia, el nombre ya no es común, pues la cosas comunes son las que abundan. -No eres la única – replicó el niño – También conozco a tu madre. -Pero no quieres tratos con ella. -¿Y eso que tiene que ver? Si digo simplemente “lamia”, no se sabe si me refiero a ti o a tu madre. -entonces, como soy una lamia pequeña, puedes llamarme “lamiula”, o “lamiola”, “lamiela”, “lamica”... -Pero, ¿Por qué no me quieres decir tu nombre? -Porque mi madre dice que los humanos adquirís cierto poder sobre nosotras si conocéis nuestro verdadero nombre. Anda, ven a que te ponga un emplasto antes de que se te hinche más el tobillo. -No me fío. Puede ser una trampa. -Por si no lo sabes, las lamias siempre decimos la verdad. -¿Ah, sí? Pues tu madre me dijo que no necesitaba ningún nombre porque nadie la llamaba. Y ahora acabo de enterarme de que en realidad no quería decírmelo. -No te dijo que no tenía nombre, sino que no lo necesitaba y eso es cierto. Sólo habla conmigo y yo la llamo “mamá”. -Da igual... Tu madre intentó llevarme con ella a la fuerza. A saber lo que quería hacer conmigo. -Sólo quería llevarte a nuestra casa para que me hcieras compañía. Siempre me dice que me traerá un hermanito... Eres bobo; saldrías ganando. Seguro que mi casa es más bonita que la tuya. -Lo dudo mucho – replicó Miguel – Sé que vivís en una cueva cuya entrada está debajo del agua. No creo que sea un sitio muy confortable, la verdad. -Pues tú te lo pierdes. Anda, vamos. Te pondré un emplasto y luego iremos a ver a los grumos. -Ni hablar. -Además de cobardica, eres bobo. Si quisiera raptarte, podría llamar a mi madre ahora mismo, aprovechandoque tienes el tobillo torcidoy no te puedes escapar... Pensándolo bien. Creo que eso es lo que voy a hacer... -¡No! - gritó Miguel –. De acuerdo, de acuerdo, iré contigo. No hace falta que llames a tu madre. Apoyándose en la pequeña lamia, el niño fue a la pata coja hasta la orilla de la laguna. Una vez allí, ella le dijo que se sentara en el suelo y se descalzara, mientras preparaba un emplasto con arcilla húmeda y unas florecillas que arrancó de un matorral. -¡Qué pie tan gracioso tienes! - dijo la niña al ponerle el emplasto. -Para correr, van mejor que los tuyos. -Sí, ya he visto lo bien que corres – rió ella -. Y para nadar y bucear van mucho mejor los mios... Ahora, quédate un ratito quieto con el pie al sol, hasta que se seque la arcilla. Mientras, yo voy a buscar a mamá gruma. Miguel se había dejado hacer el emplasto para no contrariar a la pequeña lamia, más que porque creyera que podía servir de algo. Sin embargo, tuvo que reconocer que el dolor y la hinchazón estaban disminuyendo rápidamente. Al poco rato, volvió la niña. Llavaba un largo palo a modo de bastón. -Oye, esto que me has puesto en el pie es una maravilla – admitió Miguel -. Ya casi no me duele. -Pues claro, para eso soy una bruja – dijo ella riendo -. Mejor dicho, una “brújula”. Anda vamos. Aquí tienes tu bastón cojito – añadió, dándole el palo. -Creía que los grumos y las lamias no os llevabais bien – dijo Miguel mientras seguía a la niña apoyándose en el improvisado bastón. -Depende. A mi madre, por ejemplo, no le hacen mucha gracia y no quiere que juegue con ellos. Dice que si los toco y me chupo el dedo, me puede dar un patatús, por lo venenosa que es su piel. Pero yo no me chupo el dedo... Al cabo de unos minutos, bordeando la laguna, llegaron a una zona llena de juncos. Poniéndose la mano delante de la boca, la niña le indicó que guardara silencio. Luego se agachó y con muchísimo cuidado, apartó algunos de los juncos. Miguel se quedó boquiabierto; ante ellos, en una charca pequeña y poco profunda, habíados grumos: un macho verde esmeralda y una hembra de un rosa encendido. Era la primera vez que veía a una hembra y también era la primera vez que los grumos no se esfumaban inmediatamente, así que pudo contemplarlos a placer. Se dio cuenta de que no iban desnudos; llevaban una especie de monos con tirantes y el de la hembra estaba muy abultado por delante, como si escondiera algo debajo. Los grumos estaban muy juntos y el cuernecillo del macho, estaba enroscado en uno de los de la hembra, como formando una trenza. Estaban tan ensimismados que no se percataron de la presencia de los niños... y tampoco de la de un cuervo que, planeando silencioso, se abatió sobre ellos y aferró a la hembra con sus garras. Con gran rapidez, el macho se soltó de su compañera. Por un momento, Miguel pensó que la abandonaba a su suerte; pero la intención del valiente grumo era justo la contraria, pues de un salto se agarró a la cola del cuervo en el momento en el el pájaro se elevaba con su presa. El lastre de su cola hizo que el cuervo tuviera un instante de descontrol; ocación que aprovecho Miguel, actuando sin pensar, para golpearlo con su bastón. El negro pájaro, con un lastimero graznido, cayò pesadamente y quedó inmóvil en el suelo, mientras los dos grumos radaban como bolas. Y al rodar, del mono de la gruma slió despedido un huevo redondo y translúcido que se rompió con el golpe. De su interior salió una especie de renacuajo verdoso, de larga cola y diminutas patitas palmeadas. Rápidamente, la niña tomó a la cría entre sus manos y la llevó a la charca, donde los grumos, aun aturdidos por el golpe, acudieron corriendo. Una vez en el agua, el bebé grumo empezó a agitar las patitas, chapoteando sin parar, mientras sus padres lo sostenían y acariciaban amorosamente. Luego de volvieron hacia los niños, que los comtemplaban y se pusieron a hablar animadamente. Era un parloteo agudo y rápido parecido al de las ardillas, pero con un tono acuoso. , pensó Miguel. -Nos dan las gracias – contestó ella – y quieren saber tu nombre. Vamos, díselo. Se lo quieren poner al grumete... en tu honor. -Miguel – dijo el niño lentamente y marcando bien las sílabas. -Mi – guil... - repitió con su aguda vocecilla papá grumo. -Mi – guel – corrigió mamá gruma. Acto seguido, saludaron a los niños con un gesto de la manos y un agitar de cuernecillos y desaparecieron entre los juncos con su cría. Miguel se quedó embobado, con la boca abierta y los ojos fijos en el lugar por donde se habían ido. -Has estado muy bien, para lo patoso que eres – lo felicitó la niña. -Pobre cuervo – dijo Miguel, arrodillado junto al pájaro inmóvil en el suelo -. El también tenía derecho a vivir y necesitaba cazar para comer. Pero había que salvar a los grumos. Además, habría muerto de todas formas al comérselos envenenado... ¿Lo enterramos? -Sería una crueldad – contestó riendo la niña, que se había arrodillado junto a Miguel y había apoyado la mano en el cuello del pájaro -,puesto que está vivo. -¿Está vivo? -Sí. Tiene un hueso roto – dijo ella, palpaldo al cuervo con delicadeza Mi madre lo curará. Tiene mano de santa para las fracturas y luxaciones. Por cierto, su aun te duele el tobillo, podemosdecirle que te lo mire... -No hace falta – se apresuró a decir Miguel -. Ya no me duele nada. -Bien, ahora tengo que irme – dijo la pequeña lamia mientras mecía al cuervo –. Tengo que llevárselo a mi madre cuanto antes. -Pero no puedes ir con él por debajo del agua – objetó el niño -. Se ahogará. -No necesito pasar por el agua para ir a mi casa. Ventajas de ser pequeña... Bueno, adiós, Miguelúnculo. Ven a jugar conmigo cuando quieras. Aunque eres bastante sosito, yo me conformo con poco... Y ahora, no mires. Y si miras, no veas. Al decir esto, la pequeña lamia clavó sus ojos en los de él. Miguel se dio cuenta de lo bellos que eran aquellos ojos; verdes y profundos como la laguna; iguales a los de su madre... Un sordo chapoteo en la charca lo hizo volver en sí. Se levantó y se acercó al juncar,esperando que hubieran vuelto los grumos; pero era una rana vulgary corriente, que al ver al niño se fue corriendo (mejor dicho, saltando). Miguel miró a su alrededor confuso y aturdido, como si acabara de despertar de un profundo sueño. Todo parecía de lo más normal; las ranas chaoteaban en la laguna, un pato nadaba solitario, un par de urracas graznaban en una encina... ¿Habría estado soñando? Hasta su pequeño accidente le parecía irreal. No le dolía el tobillo en absoluto y sabía por experiencia que el dolor de una torcedura duraba varios dias... Por la noche, antes de acostarse, al sacar las cosas de los bolsillos, Miguel se llevó una sorpresa... ¡Entre las monedas y las canicas, había un pequeño silbato se oro! Se lo llevó a los labios y sopló por el orificio, pero no emitió sonido alguno. , pensó el niño, >. Pero, ¿Cómo había llegado a su bolsillo? ¿Se lo habría metido la pequeña lamia mientras estaba trapuesto? Había leido en un libro que todo lo que tenían las lamias era de oro y efectivamente, cuándo había sorprendido a la madre peinándose junto a la laguna, su peine parecía de oro... Pero la niña iba desnuda; no podía haber sacado el silbato de ningún sitio... ¿Y si se lo habían metido en el bolsillo los grumos, en agradecimiento por haberlos ayudado? El silbato era muy pequeño; un objeto a la escala de aquellos diminutos seres... , pensó Miguel, mientras se metía en ña cama. Realmente había salvado a una gruma y a su grumete (¿”grumillo”, “grumacuajo”, “grumúnculo”...?) de las garras de una cuervo y al bebé le habían puesto su nombre... Cuando fuera mayor y le preguntaran por qué tenía ese nombre tan raro (pues para un grumo “Miguel” debía de ser un nombre rarísimo), contaría que un niño humano llamado así lo había salvado cuando aún era un huevo y... … Y Miguel se durmió profundamente, pues había tenido un día muy ajetreado. Sopa de grumo Miguel estaba terminando de desayunar, cuando llamaron a la puerta. Al cabo de unos instantes, entró su madre en la cocina y le dijo: -Es una amiga tuya... Camila. No ha querodo entrar. Te espera fuera. -¿Camila? - dijo Miguel asombrado. No conocía a nadie que se llamara así. -Sí, Camila. Una niña rubia... miy mona, por cierto. Leva uno se esos vestidos floreados hasta los pies. Debe de ser hija de alguno de los hippies que viven cerca del bosque. ¿No la conoces? -Ah, Camila – dijo Miguel. Una niña rubia y muy mona con un vestido largo sólo podía ser la la pequeña lamia. Pero ¿Cómo había llegado hasta allí? Salió corriendo y efectivamente, allí estaba ella, esperándolo muy seria. -Hola – la saludó Miguel -. ¿Cómo has encontrado mi casa? -Soy bruja ¿Recuerdas? Y, además, lista. Éste es el pueblo más próximo al bosque y por lo tanto era lógico que vivierras aquí. Necesito tu ayuda. -¿Qué pasa? -Mi madre está muy enferma. Se ve que el veneno de ese grumo que se le metió en la boca, le ha sentado peor de lo que parecía al principio. -Tendría que verla un médico... -Sí claro; no tengo más que buscar a un médico y decirle: . -¡Ya sé! - dijo Miguel -. Conozco a una bruja que vive en el bosque y sabe mucho de venenos... -Pues vamos corriendo a verla. Cuando llegaron a lo más profundo del bosque, Miguel se dio cuenta de que no era tan fácil encontrar la cueva de la bruja, pues la entrada estba oculta por la tupida vegetación. -Está por aquí – dijo -, pero hay tantos arbustos y parecen todos iguales... -¿Cómo se llama la bruja? - preguntó la niña. -En realidad, no lo sé – contestó Miguel -. Sólo sé que sabe mucho de hongos venenosos, como la amanita... -¡Bruja amanita! ¡Bruja amanita!... - empezó a gritar la pequeña lamia. Miguel iba a decirle que no la llamra por ese nombre, pues podía enfadarse, cuando oyeron a sus espaldas una voz ronca y áspera que preguntaba en todo irritado: -¿Qué son esos gritos? ¿Quién anda ahí? -Soy yo – dijo Miguel tímidamente. -Ah, eres tú, enano. ¿Y quién es esa bruja Amanita a la que andáis llamando a gritos? -Eres tú – contestó la niña. -¿Yo? ¿Yo soy la bruja Amanita? Ahora me entero... Pero la verdad es que me gusta el nombre, sí señora. Me lo quedo... ¿Qué os trae por aquí, enanos? -Necesitamos tu ayuda. Mi madre está enferma – dijo la niña. -¿Y porqué no va a verla un médico? -Es una lamia – explicó Miguel -. Vive en la laguna que hay aquí cerca. -¿Una lamia dices? ¿Hay una lamia en la laguna? -Dos – dijo la niña, a la vez que se levantaba el vestido para mostrar sus pies palmeados -. Yo también soy una lamia. -Bueno, dejémoslo en lamia y media... Vaya, vaya... Y yo que pensaba que éste era un bosque tranquilo... Primero grumos, ahora lamias... ¿Qué le pasa a tu madre, pequeñaja? -Lleva varios dias enferma. Se le metió un grumo en la boca. -Entonces, no hay tiempo que perder. De momento, llévale mi antídoto contra los hongos venenoso; eso la aliviará. Pero tengo que analizar el veneno de un grumo y preparar un remedio especial cuanto antes. -Pero los grumos sacan su veneno de los hongos, ¿No? - dijo Miguel-. Por lo tanto, tendría que ser igual. -También las abejas hacen la miel con el néctar de las flores y sin embargo, la miel y el néctar no son iguales. Aunque el veneno de los grumos es muy parecido al de las amanitas, es más potente y ligeramente distinto. Tenéis que traerme un grumo enseguida para que pueda analizar su veneno. La anciana les dio el fresco con el antídoto verde (“la asquerosa pócima”, como la llamba Miguel) y los niños se fueron corriendo hacia la laguna. Una vez allí, la pequeña lamia empezño a ir de un lado a otro, mirando entre los juncos y silbando de vez en cuando. -¿Por qué silbas? - preguntó Miguel. -Porque los grumos oyen mejor los sonidos agudos. -Yo tengo un silbato. Además... creo que me lo dieron ellos. Pero no pita – dijo Miguel, sacándose del bolsillo el pequeño silbato de oro. -Déjame ver... La niña tomó el silbato, se lo llevó a los labios y sopló con fuerza. Pero no se oyó ningún sonido. -Debe de ser sólo un adorno, o un amuleto... - empezó a decir Miguel; pero, en ese momento, asomó la cabecita de un grumo entre las hojas de un arbusto. -Ven, por favor – le dijo la niña,haciéndole gestoscon la mano para que se acercara. El pequeño ser se acercó tímidamente y preguntó con su aguda vocecilla: -¿Por qué llamar? -¿Nos has oido? - Exclamó ella asombrada. -Sí. Tocar pito – contestó el grumo, señalando el silbato de oro. -¡Claro! - exclamó Miguel -. ¡Què tonto soy! Es como esos silbatos de ultrasonidos para llamar a los perros- Tienen un sonido tan agudo que nosotros no lo oimos, pero ellos sí. Seguro que los grumos me lo dieron para que pudiera llamarlos en caso de necesidad. La niña se arrodilló en el suelo, para estar más cerca del grumo y le contó lo que pasaba. Mientras, Miguel observó con atención al diminuto ser y se dio cuenta de que era el mismo que lo había salvado de la lamia madre. Al escuchar el relato de la niña, el grumo cambió de color. Se fue volviendo de un verde más pálido y devaído y su cuernecillo, antes tieso, se dobló como una flor mustia. Parecía estar muy afligido. -Plof, culpa – dijo al fin -. Plof meterse boca lamia. Ahora Plof ayudar. -Tú no podías saber que tu veneno iba a sentarle tan mal, Plof – dijo la niña , comprendiendo que era el nombre del grumo -. Te agradezco mucho que nos ayudes. Ven te llevaré a la cueva de la bruja para que analice tu veneno. -Antes hay que llevarle el antídoto a tu madre – dijo Miguel. -Antes, no; a la vez – replicó la niña-. No hay tiempo que perder. -entonces, llévale tú el antídoto y yo llevo al grumo. -No, porque yo me quedaré con la bruja Amanita hasta que termine su trabajo. No sabemos cuánto puede tardar y tú tendrás que volver a tu casa... - replicó la niña -. Ahora no hay tiempo perder. ¡Vamos! La niña agarró al grumo, se lo puso sobre el hombro y echó a correr hacia una pequeña colina cubierta de árboles que había junto a la laguna,cerca de donde estaban. Una vez allì, se acercó a un viejo roble de tronco hueco y le dijo a Miguel: -Puedes entrar por ahí. -Creía que la entrada a tu casa estaba debajo el agua. -Sí. Esto es un tubo de ventilación. Pero yo, como soy pequeña, puedo entrar por él. Y tú también. Por suerte, eres bastante delgado. Anda, date prisa. A Miguel lo espantaba la odea de meterse en la guarida de la lamia y quedarse solo con ella; pero aquello era una emergenciay además, no quería parecer un cobarde. -Está bien... - dijo mientras se introducía en el tronco hueco con el frasco de antídoto en la mano. Nada más entrar, empezó a deslizarse hacia abajo como si se hubiera subido a un tobogán. Resbaló por un tubo liso e inclinado y a los pocos segundos aterrizó sobre un cojín que había en el suelo de la cueva, justo donde desembocaba el tubo. Aunque, más que una cueva, aquello era un palacio subterráneo. Miguel nunca había estado en una lugar tan maravilloso. Una extraña lámpara, que no parecía eléctrica y que al niño le recordó una luciérnaga gigantesca, iluminaba debilmente la mansión de la lamia. -Hola, soy Miguel – dijo tímidamente; pero no obtuvo más respuesta que un breve graznido: era el cuervo al que había herido, que estaba en una gran jaula dorada. , pensó el niño, Cerca de la jaula había un arpa y una flauta de oro sobre una mesita de cristal, así como otros instrumentos que Miguel no conocía. De puntillas, sin casi atreverse a respirar, recorrió la fantástica mansión subterránea, en la que no había puertas, pero sí cantidad de recovecos y pequeñas salas que se comunicaban entre sí. Y al final encontró a la lamia, profundamente dormida en su lecho. El niño intentó despertarla; primero hablándole y luego sacudiéndola ligeramente por el hombro, pero no lo consiguió. Entonces le levantó la cabeza con una mano y con la otra vertió con cuidado una pequeña cantidad de antídoto en su boca, lo que le pareció el equivalente de una cucharada. Esperó durante un rato par ver si la lamia reaccionaba. Poco a poco, su respiración se fue haciendo más rápida y profunda. Puesto que ya no podía hacer nada más y prefería no encontrarse allí cuando ella despertara, Miguel decidió marcharse. Se dio la vuelta y empezó a caminar de puntillas; pero cuando estaba a punto de salir de la habitación de la lamia, su voz lo detuvo en seco. -¿Quièn anda ahí? -Soy yo, Miguel, el niño que viste anteayer enla laguna... -No, tú no eres Miguel... Miguel no podría haber llegado hasta aquí... Tú eres un grumo gigante disfrazado de niño que ha venido para terminar de envenarme... La lamia, sentada en la cama, lo miraba con los ojos fijos y muy abiertos y estaba pálida como la cera. Apesar de su hermosura, tenía un aspecto terrible. , pensó Miguel, que sabía que el veneno de los hongos podía trastornar la mente y echó a correr aterrorizado hacia el tubo de ventilación. La lamia fue tras él, pero no logró alcanzarlo y tampoco pudo seguirlo tubo arriba, puesto que no cabñia por el estrecho conducto. -No iras muy lejos – gritó ella con una salvaje carcajada. Y junto a la risa de la lamia, Miguel oyó un chirrido metálico. Pronto supo a qué se debía, pues al llegar al extremo superior del tubo lo encontró cerrado por una rejilla. Entonces se acordó de que junto a la boca del tubo había una especie de manivela, que seguramente servía para abrir y cerrar la rejilla desde abajo. -¡Antes o después, tendrás que salir de ahí! - le gritó la lamia; y su risa resonó siniestra en el tubo de ventilación. Mientras tanto, la pequeña lamia había llegado a la cueva de la bruja Amanita, que agarró rápidamente al grumo y lo metió en una cazuela con agua caliente. -No iras a cocerlo, ¿Verdad? . Preguntó la niña con aprensión. -Sí, voy a hacer sopa de grumo... ¡Pues claro que no lo voy a cocer, locuela! Sólo quiero que el veneno de su piel se disuelva en el agua caliente para poder analizarlo. El grumo, que no estaba acostumbrado al agua caliente, parecía muy a gusto en su improvisada bañera y chapoteaba como un niño. -Bueno, monstruito, ya está bien de baño – dijo la bruja al cabo de unos minutos. A continuación, sacó al grumo de la cazuela y echó el agua en una serie de probetas y tubos de ensayo. -¿Se curará mi madre? - preguntó la niña con ansiedad, mientras la anciana hacía sus pruebas y experimentos. -Creo que sí. El antídoto contra los hongos venenosos que ya le habéis llevado la habrá reanimado; pero ahora estará muy excitada yconfusa, como borracha, pues el veneno de los grumos es muy fuerte, más de lo que yo creía y ataca a los nervios... Toma, llévale esto a tu madre – dijo la bruja, dándole un frasquito con un líquido rojo que acababa de preparar -. Que se tome tres veces al día una cucharada del antídoto verde y una gota de este líquido rojo, que es un potente somnífero. -Pero entonces de pasará el día entero durmiendo... -De eso se trata precisamente; de que duerma casi todo el tiempo hasta que se le pase por completo el efecto del veneno,para evitar que le dé un ataque de furia. Que no deje de tomarlo, opodría volverse loca... Miguel llevaba un buen rato agazapado en el tubo de ventilación, sin oir ningún ruido procedente de abajo. , pensó. Pero en aquel momentonotó un leve roce en su pie y cuando quizo reaccionar, ya era demasiado tarde. Dentro del tubo, la oscuridad era casi total y no había visto acercarse a la serpiente que acababa de enroscársele alrededor del tobillo. ¡Y lo peor era que el réptil tiraba de él hacia abajo, como si quisiera sacarlo de su refugio! Las resbaladizas paredes no ofrecían agarradero alguno, por lo que poco después el niño, arrastrado por la serpiente, caía sobre el suelo de la cueva. Entonces comprendió porqué el réptil lo había sacado con tanta facilidad. La lamia tiraba de su cola como si fuera una cuerda atada a su tobillo. -¿Creías poder librarte de mí, grumo estúpido? - dijo ella, mirándolo con ojos de loca. -¡No soy una grumo! ¡Soy Miguel! - protestó el niño. -No me engañas. Sé que los grumos podéis cambiar de color y seguro que tambien cambiáis de tamaño y de forma, como los trasgos... Has adoptado la apariencia de un niño para acabar de envenenarme con esa pócima verde. -No es una pócima, es un antídoto... - empezó a decir Miguel. Pero ella lo hizo callar con un gesto amenazador: -¡Silencio! ¡Sujétalo, se enroscaba alrededor delniño, impidiéndole hacer el menor movimiento. Mientras tanto, la pequeña lamia había llegado a la entrada secreta y al encontrar cerrada la rejilla, se había lanzado al agua, seguida por el grumo, para entrar por el pequeño túnel sumergido que comunicaba la cueva con la laguna. Pero se encontró con que la reja que protegía la entrada acuática también había sido cerrada. Haciéndose cargo de la situación, el grumo, mediante gestos, le pidió a la niña que le diera el frasco del somnífero y metiéndoselo en la parte posterior de su mono a modo de mochila, se coló entre los barrotes. Al llegar a la cueva, pudo ver a Miguel sujeto por la serpiente y se estremeció al oir la enloquecida risa de la lamia, que avanzaba hacia el niño con las manos crispadas como garras. Valientemente, el grumo corrió hacia ellay llamando su atención cin sus agudos grititos, le ofreció el frasco del somnífero. Al verlo, la lamia, que estaba cada vez más furiosa, lanzó una madición y le dio una patada con su pie palmeado. El pobre grumo rodó por el suelo y ell frasco se rompió. Entonces, Miguel se sintió perdido; la lamia estaba completamente fuera de sí y parecía capaz de cualquier cosa. Y el grumo también pareció volverse loco, pues empezó a chapotear en el líquido rojo que se había derramado en el suelo y a frotarse todo el cuerpo con él. Pero cuando la lamia, agarrando a Miguel del pelo, soltò una nueva carcajada, el niño comprendió que el grumo sabía muy bien lo que hacía. Con su agilidad y rapidez habituales, Plof, embadurnado de rojo Melusina! - le sijo a la serpiente, mientras ésta somnífero, trepó por el camisón de la lamia y se le metió en la boca, como la otra vez. Ella lanzó un grito ahogado, escupió al grumo con violencia y empezó a correr de un lado a otro, tosiendo sin parar. Al cabo de unos minutos, que a Miguel se le hicieron eternos, la lamia se desplomó sin sentido; el potente somnífero había hecho efecto. Mientras tanto, la serpiente había soltado a Miguel para atacar al grumo. Plof, aturdido por el golpe que se había propinado al caer de la boca de la lamia, notuvo tiempo para reaccionar y entero. A Miguel lo aterrorizaba la serpiente, pero tenía que intentar salvar a su amigo. Haciendo de tripas corazón, agarró a Melusina se lo tragó Melusina por la cola y la hizo girar en el aire a gran velocidad,como si fuera una honda, gasta que el grumo salió despedido de sus fauces y rodó por el suelo como una pelota. La serpiente, mareada por las vueltas, se fue a un rincón, se enroscó como una ensaimada y se quedó inmóvil. -¡Plof! ¿Estás bien? - exclamó Miguel, arrodillándose junto al grumo, que yacía en el suelo con los ojos cerrados - ¡No te muvas, Plof! Entonces, el grumo abrió los ojillos y se puso en pie de un ágil salto. -Plof, bien – dijo, irguiendo el cuernecillo -. Plof, pequeño pero fuerte. Ya más tranquilo, Miguel giró la manivela que abría la rejilla del tubo de ventilación, para que la pequeña lamia pudiera entrar y en pocas palabras, le contó lo sucedido. -Tendrás que ir a pedirle más somnífero a la bruja Amanita, antes de uqe tu mamá despierte de nuevo, pues se a roto el frasco. -Al menos, ya tiene mejor color; como si hubiera recuperado las energías – dijo la niña, mirando a su madre, que dormía profundamente. -¡Vaya que si ha recuperado las energías! - comentó Miguel -. Ahora parece relajada... Qué miedo da cuando está furiosa. Y qué guapa es cuando está tranquila... -Yo seré igual que ella cuando sea mayor – dijo la niña con orgullo -. Y ahora ya puedes irte, Miguelillo; Plof me hará compañía. Gracias por tu ayuda. Eres muy valiente para ser un niño humano... Esa noche, en su casa Miguel estaba entretenido haciendo un muñeco de plastilina verde. -¿Es un grumo? - la preguntó entonces su madre. -Es Plof – contestó el niño -, el grumo que me ha salvado de la lamia. -¿También hay una lamia? -Dos. Una madre y su hijita. -Me encantaría verlas. -Ya has visto a una. Camila, la niña que ha venido a buscarme esta mañana, es la lamia pequeña. Aunque no creo que ése sea su verdadero nombre. Las sílabas de “Camila”, dichas al revés, dan “lamica”, que es un diminutivo de lamia. -Ya decía yo que parecía un hada o algo así – comentó su madre. Naturalmente, pensaba que todo aquello era un fantasía de su hijo, como cuando hablaba de sus amigos los extraterrestres; pero a ella le gustaba seguirle la corriente. -La madre aún es más guapa... Pero cuando se pone furiosa da muchísimo miedo. -Oye, Miguel, ¿Por qué no me cuentas toda la historia desde el principio? Podríamos hacer un libro sobre las lamias y los grumos. Me encantaría dibujarlos. -Es una idea estupenda, mamá – dijo el niño entusiasmado -. Verás, todo empezó cuando vi al grumo comiéndose la seta venenosa, aunque entonces todavía no sabía que se trataba de un grumo, claro. Al principio pensé que era una rana; una rana muy rara con un cuernecillo... Fin


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